Las extrañas vicisitudes del libro
Ya a mediados del año 2030, quienes todavía leían libros eran, en realidad, e-readers. A contar desde los jóvenes, casi no había persona que no poseyera su netbook, un utensilio que permitía acceder a enormes bibliotecas virtuales, todavía bastante activas. Tales bibliotecas, otrora indispensables, satisfacían apetencias literarias o atendían requerimientos en materia de textos de estudio.
Por entonces, las netbooks ya eran verdaderamente cómodas y livianas, del tamaño de un paquete de cigarrillos de marihuana, con pantallas multitouch que regulaban el matiz cromático y los valores tipográficos. En cuanto a los e-books, su difusión se aceleró no bien incorporaron versiones orales del texto, recitado con voz bien modulada –lenta o rápida– y en diversas lenguas.
Por cierto, la industria del libro debió emprender una crucial transformación para adecuarse a la estricta y novedosa disciplina de los bits. En 2038, un encadenamiento de bits en código bidimensional permitió publicar la edición animada de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, con una vista aérea de Macondo y detalles de los interiores de la patriarcal casona de los Buendía. Meses después, un atractivo semejante deparó Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes. Incluso en la edición iPad, este e-book incluyó datos sorprendentes, como los modos gauchescos de vérselas con un potro redomón, las reglas del juego de la taba y las maneras de cebar mate.
En las postrimerías del siglo XXI, el libro electrónico había alcanzado un asombroso nivel de sofisticación. Cualquier e-reader podía formular sus críticas y aun dialogar con un novelista o con el autor de una nueva teoría sobre los agujeros negros; podía llevar a Paulo Coelho a navegar por Internet, hasta recalar en casa de Osho, o bien podía accionar la pantalla táctil para que tal o cual historia tomara cursos menos espantosos que los de Stephen King…
A principios del siglo XXII, unos exóticos editores notaron que la especie de los e-readers estaba a punto de extinguirse, acaso por efectos de la asombrosa sofisticación, y recrearon un formato de libros que gambeteaba los agobios de la tecnología: imaginaron unos simples bodoques de papel, engomados por el lomo e impresos con tinta, parecidos a los que Gutenberg había concebido en el siglo XV. Apostaron con éxito a que tales mamotretos exigiesen amor para que conservaran cierto buen aspecto. Pero no solo eso: el tic de mojarse el dedo (con saliva) para pasar de página empezó a ser común a mucha gente.
Estos editores han dado en el clavo: aunque incómodos y propensos a destriparse, parece que los libros son, de nuevo, instrumentos de cultura.
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