Las elecciones en EE.UU., metáfora de la crisis global
Los sistemas políticos crujen y de la mano de los frustrados e insatisfechos emergen los nacionalismos más crudos y un personaje como Trump, que exhibe como estandartes el racismo y la ignorancia
Seguramente Hillary Clinton no deja de maldecir aquel mail de 2009 en el que con cierto candor le preguntó a su antecesor en el Departamento de Estado Colin Powell cómo había hecho para sortear las extremas restricciones que pesaban sobre su intercambio de correspondencia cuando era funcionario. El republicano Powell, el mismo que le hizo creer al mundo sin sonrojarse que en Irak había armas de destrucción masiva, le respondió que cada vez que buscaba preservar la privacidad usaba una computadora personal desde la cual escribía y hasta negociaba con líderes extranjeros y también con políticos locales. Hoy la candidata demócrata sabe que haber escuchado ese consejo puede dejarla fuera de la Casa Blanca. En rigor, el menú completo que podría privarla de la presidencia el 8 de noviembre arrancó bastante antes, con el desgaste de su figura provocado a lo largo del tiempo por los escándalos sexuales de su marido, las cuentas poco claras de la fundación que lleva el apellido familiar y, sobre todo, la aparición inesperada de un adversario capaz de jugar con cartas que nunca antes se habían visto desplegadas en la alta escena política de EE.UU., al menos no con el descaro con el que Donald Trump las exhibe como estandartes: el racismo, la misoginia y la ignorancia.
No se recuerda una competencia entre dos candidatos presidenciales con tan mala imagen y tan poco entusiasmo en las propias bases. No se recuerda tampoco una campaña tan plagada de episodios escandalosos y decadentes: la carrera hacia la Casa Blanca por momentos se asemeja a un show del horror en el que aún cuesta imaginar un ganador y mucho menos inferir cómo será el día después de las elecciones. Las encuestas son un festival del riesgo al que se sigue recurriendo ya más como una forma del entretenimiento que como termómetro del voto: el vértigo en el cambio de opinión parece imposible de ser capturado. Hoy es imposible saber cómo van a influir en el electorado más voluble las noticias que volvieron a poner a Hillary en el centro negativo de la escena a partir de la insólita decisión del FBI de reabrir el caso de sus correos privados, luego de haberlo cerrado en julio por falta de mérito. Tal vez habría que haberlo previsto: cada vez que en estos meses Trump tropezó con los cordones de sus zapatos, inmediatamente surgió alguna historia que enfrentaba a Hillary con la posibilidad de un cuestionamiento por parte de la justicia.
La relación del apellido Clinton con la honestidad entró en conflicto hace años y Trump supo utilizar esta debilidad constitutiva de su adversaria como herramienta política de una manera más efectiva que la utilizada por Hillary para descalificarlo a él por machista y misógino. Pese a haber dicho una serie de mentiras comprobables durante toda la campaña, como la que aseguraba que el presidente Obama no había nacido en EE.UU., logró que la discusión pasara por una pelea entre la franqueza (representada por él y su honestidad brutal) y la mentira (encarnada en Hillary, una figura ambiciosa y maquiavélica, en la opinión de grandes mayorías).
Como esposa de un gobernador, como primera dama, como senadora o ministra de Exteriores, Hillary lleva demasiado tiempo en la gran foto y comenzó a quedarse sin recursos para contrarrestar esas acusaciones. A Hillary y a su gente ya no les alcanza con repetir el argumento del "complot de la derecha". Las palabras van perdiendo efecto y las nuevas tecnologías aceleran el desgaste. De hecho, si el affaire Lewinsky hubiera ocurrido en tiempos de redes sociales, difícilmente el entonces presidente podría haber resultado absuelto en un juicio político, por lo que hoy Hillary ni siquiera estaría en condiciones de seguir buscando la presidencia.
Si llegara a quedarse en el umbral del gobierno, la historia política de Hillary Clinton ingresaría en una suerte de dimensión trágica. Luego de perder la interna demócrata en 2008 a manos del carismático Barack Obama, todo parecía indicar que ni siquiera los estadounidenses más progresistas estaban aún preparados para votar a una mujer, y lo demostraban eligiendo a un hombre negro, con el peso que algo así tiene en una nación de sustrato racista, que recién les permitió votar a los miembros de la comunidad afroamericana en 1964. Si Hillary perdiera, ése también podría ser un ángulo posible de lectura: el país está más preparado para aceptar como gobernante a un outsider temerario, capaz de poner en riesgo todo un sistema y en vilo al mundo entero, antes que para darle crédito a una mujer que exhibe todos los méritos políticos para llegar al poder.
Hay quien va aún más lejos en esta dirección sexista, como el actor y comentarista político Bill Maher, que noches atrás dijo que el futuro político de Hillary "será definido por tres penes fuera de control". Maher hablaba de los genitales de Donald Trump, Bill Clinton y Anthony Weiner (el político demócrata esposo de Huma Abedin, la colaboradora más cercana de la candidata), un sexópata recientemente acusado de enviar mensajes y fotos porno a una menor de 15 años y protagonista del nuevo evento epistolar que acorrala a Hillary. En este marco de descontrol sexual también radica cierto espíritu maldito; se hace difícil entender que una de las políticas pioneras en reivindicar los temas de género pueda ver frustrados sus deseos de ser presidenta acechada por la lujuria de su marido y del esposo de su asistente, mientras quien puede vencerla es uno de los hombres más lascivos que haya conocido la política nunca jamás.
Los dos grandes sostenes de la cosmovisión contemporánea, la democracia y el capitalismo, hoy son puestos en cuestión en todo el mundo y las elecciones que se avecinan son la metáfora perfecta de esta crisis cuyas derivaciones aún desconocemos. Mientras los sistemas políticos crujen y un ejército de frustrados e insatisfechos muestra en todo el mundo su desconfianza hacia las elites tradicionales por izquierda y por derecha, emergen los nacionalismos más crudos y los personajes como Trump, que encarnan exabruptos del sistema.
Si Trump gana, el país que durante estas décadas se propuso conducir el horizonte democrático será presidido por un líder que insulta a los inmigrantes y que prometió levantar un muro en la frontera con México para que no sigan ingresando ilegales; un hombre que quiere prohibir la entrada de extranjeros que llegan desde aquellos países de Medio Oriente en los que hay organizaciones terroristas y que considera a las mujeres un objeto decorativo, eso siempre y cuando sean jóvenes y bonitas, ya que de lo contrario apenas les valen adjetivos como cerda, perra, animal desagradable, asquerosa, horrible y otras "bellezas" de mérito equivalente.
Si Hillary gana pese a todo, aún le quedará el tremendo desafío de enfrentar un universo de prejuicios de género en el poder. Si ganara Trump, el mundo ingresará en fase experimental y de riesgo. Cuando Trump decidió competir en la interna republicana, la reacción fue una carcajada ante lo que parecía una veleidad más del excéntrico millonario. Un analista llegó a decir que el hombre del pelo rojizo era como esos accidentes en la ruta que distraen a los conductores que, por un momento, dirigen hacia allí su mirada. El accidente, la distracción, se prolongó en el tiempo y va siendo hora de probar cómo suena pronunciar juntas dos palabras que jamás podían haberse asociado meses atrás: presidente Trump. Si pierde, habrá igualmente que revisar las condiciones que hicieron posible su aparición en la escena política. Nunca más apropiada esa frase tan gráfica en su ironía: Trump era un chiste y quedó.