Las dos muertes del bailarín
Hay al menos dos razones por las que esta mañana no hay cita en la Plaza Lavalle para recordar a los bailarines que murieron aquel trágico 10 de octubre que instaló en nuestro país la conmemoración del Día Nacional de la Danza. El motivo más evidente es la distancia social que sigue imponiendo la pandemia y que nos aleja no solo de nuestra gente sino de esas costumbres que están arraigadas: no sería responsable programar ahora una reunión para evocar a los nueve integrantes del Ballet del Colón que cayeron en las aguas del Río de la Plata en el accidente aéreo de 1971. Tampoco sería justo no dedicarles un instante íntimo en su memoria, revivir su época, volver a ver la foto en blanco y negro que los inmortalizó en las escalinatas de la entrada al teatro. El segundo motivo es que no tendría sentido acercarse hoy hasta allí si no está erguida la escultura en homenaje a José Neglia y Norma Fontenla, que se alza en medio de la fuente, si el pedestal está aún vacío y no quedan ni las placas con sus nombres. Once meses después, la estatua de los bailarines sigue en el taller de monumentos y obras de arte del gobierno porteño, recuperándose de otra de esas lesiones que cada tanto sufre un brazo o un pie, las soldaduras o el bronce. A fin de mes o principios de noviembre, aseguran, volvería a su lugar, frente al gran coliseo argentino.
"Un bailarín muere dos veces. La primera es el día que se retira de la danza, y esa es la muerte más dolorosa". Neglia, Fontenla y sus siete compañeros estaban en actividad a sus cuarenta y pocos. No fue justamente por ellos que anoté esta frase de la gran Martha Graham en el margen de una hoja hace unas semanas. Escuchaba el testimonio de artistas, médicos, abogados y políticos durante un encuentro virtual dedicado a explicar por qué es necesaria una ley de jubilación para los bailarines nacionales. A esta altura, aprendimos hasta a emocionarnos por celular: cuando ese mediodía Oscar Rosales oyó que un compañero del Ballet Folklórico Nacional decía que "él ya no va a estar más en el escenario" contagió la humedad de sus ojos a muchos de los presentes: después de 29 años "y medio" en ese elenco, a los 55 acaba de decidir dejar la compañía. El físico no le da más, las lesiones se empezaron a hacer frecuentes, y el valor de "dar espacio" en vez de "ocupar un lugar" lo hizo decidirse por renunciar. Un gesto que puede parecer admirable, pero no es la solución.
Etéreos como libélulas, elegantes como cisnes, enérgicos como un tropel, equilibristas como flamencos, corcoveantes y roladores, pero sobre todo humanos, los bailarines –clásicos, folklóricos, contemporáneos– despliegan en escena su talento transmitiendo la ilusión de que es tan fácil. Detrás de la belleza o la ferocidad de sus movimientos está el recorrido de una carrera que comienza mucho antes del primer trabajo y que, como toda vida profesional, tiene etapas y también termina.
Cuando hace veinte años comencé a escribir de danza y a conocer las particularidades del medio, enseguida advertí que una de las problemáticas más complejas en los elencos oficiales es la jubilación. Aunque hay un consenso bastante extendido que a partir de los 40 años la carrera de un bailarín va llegando al final –¡y qué maravillosas son las excepciones!–, la posibilidad del retiro a esa edad no está disponible para todos; en algunos casos, un bailarín puede optar por jubilarse si ya cumplió 20 años de aportes, no siempre en las mejores condiciones. Es ilustrativa y sencilla la ecuación: si los grandes no salen, los jóvenes no ingresan y el estado, entonces, gasta el doble de dinero para que parezca que el engranaje funciona.
De manera casi unánime nos admiramos cuando un niño ingresa a la escuela del Colón; nos lamentamos si un tiempo más tarde decide irse del país; nos enorgullecemos cuando se convierte en un embajador a los ojos del mundo; pero aunque suene lógico que un bailarín no será el mismo a los 60 o 65 años, cuesta lograr interés respecto de la necesidad de resolver un cierre para esa carrera tan extraordinaria. No es la primera vez que una propuesta puja por entrar en el Congreso; hubo varios proyectos de ley que intentaron capturar la atención de los legisladores antes que este con el que los bailarines nacionales están golpeando la puerta. Merecerá una nota ni bien el tema entre en discusión. Mientras tanto, vale atender la experiencia de la primera bailarina Karina Olmedo, que dejó el escenario en 2018, con 48 cumplidos: "Un bailarín necesita tener derecho a no sentir que molesta porque es grande".
Terminar con la "percepción neoromántica" que se tiene de la danza y reconocer que "es trabajo" está entre los principales objetivos de un Movimiento Federal que podría darle unidad a una escena que hoy mismo se reune en las redes.
Amanece un Día de la Danza para reflexionar.