Las dos almas de la democracia argentina
Si miramos nuestra historia en perspectiva y con la ventaja que nos dan el paso del tiempo y la sucesión de experiencias, salta a la vista que las tradiciones democráticas argentinas son de larga data. Ya José Luis Romero decía, promediando el siglo pasado, que las raíces sociales de la democracia argentina eran hondas y bien afirmadas en la cultura política. Dicho esto, hay que observar que esas tradiciones democráticas nativas se caracterizan por su heterogeneidad. En efecto, en la democracia argentina coexisten al menos dos almas. Aunque desde luego la Argentina no está sola en esta característica, cabe señalar que varios países de la región gozan de tradiciones democráticas más homogéneas, como Uruguay, Brasil y Chile (no es el caso de Bolivia, claramente). ¿Ésta es una ventaja o una desventaja? Por un lado, hace más difícil la convivencia política, cuando no, peor aún, la convivencia social. Por otro lado, la diversidad puede enriquecer a los componentes y ser capaz de plasmarse en formas institucionales que superen aquellas que las diferentes almas pueden dar de sí. Claramente, nuestro caso ha sido, hasta ahora, del primer tipo.
¿Cuáles son esas almas que les confieren heterogeneidad a nuestras tradiciones democráticas? La primera es la democrático-liberal. Esta orientación hace descansar la formación de la voluntad política en la pluralidad de los actores y en el gobierno de la ley; tiene por norte el control del poder y su limitación y es fuertemente institucionalista; la noción de derechos se instituye en la ley y en la comunidad política plural. En nuestro caso, su epítome es la Constitución de 1953 (aun sin olvidar que ésta se aparta de los casos en que se inspiró para conferir mayores poderes a los presidentes).
Por el contrario, la otra alma, democrático-populista, funda la voluntad política en la mayoría y se inclina fuertemente a la acumulación de poder en la cúspide de la arquitectura política. El poder tiende a estar por encima de la ley y está fuertemente personalizado. Puesto que, en teoría, la mayoría expresa la voluntad nacional y los liderazgos, en hipótesis, encarnan la voluntad mayoritaria, la vida política tiende a reducirse a un solo actor y los liderazgos confieren a las instituciones públicas a la vez una tonalidad monocolor y una plasticidad generadora de incerteza. La noción de derechos se instituye aquí sobre la base de la voluntad colectiva, no del juego institucional.
Estas dos almas anduvieron a la greña desde el nacimiento de la segunda, a principios del siglo pasado. In extremis, procuraron eliminarse una a la otra, causando un enorme daño colectivo. La mejor ilustración al respecto la constituye el período que va de 1946 a 1973. Primero fue el alma democrático-populista la que arrinconó a la otra: el gobierno peronista concentró el poder de un modo inédito en la Argentina, persiguió a la oposición y modeló la ley a su antojo. A partir de 1955 fue la hora de la revancha: los partidarios del alma democrático-liberal quisieron borrar a sangre y fuego a los peronistas y los privaron de derechos elementales. Como habían hecho los peronistas en 1949, quisieron contar con una legislación ad hoc para frenarles el paso definitivamente. Es claro que esta lucha que, desde 1946, nada tuvo de gloriosa, llevó a unos y otros a cometer monstruosas inconsistencias. En ese choque tan destructivo, las almas se traicionaron a sí mismas: las trampas electorales blancas (dibujando las circunscripciones) en las que incurrió el gobierno peronista se perpetraron en inconsistencia con las nociones de mayoría y, sobre todo, la justificación de reiteradas dictaduras desde 1955 tuvo lugar en inconsistencia flagrante con el alma liberal.
Muy raramente, ambas almas se aproximaron. El "abrazo Perón-Balbín" de 1972 va más allá de un mero reconocimiento recíproco. Si bien se mira, constituye una legitimación recíproca de ambas almas (más allá de las dificultades conceptuales que su compatibilización supondría). Claro que, en el contexto de una relación de fuerzas completamente favorable al peronismo, la asimetría era evidente, y la tradición democrático-liberal quedaba subordinada a la democrático-populista ("peronistas somos todos", decía el general). Pero un caso diferente, y tal vez más interesante, de aproximación es el de Raúl Alfonsín, movido quizás por la necesidad de darse, llegado a la Presidencia, una política eficaz frente a la oposición peronista. En efecto, por un lado Alfonsín encarna el alma democrático-liberal. Después de todo, no es una nimiedad que hiciera la campaña electoral con el preámbulo de la Constitución nacional en los labios. Pero por otro interpela a los partidarios del alma democrático-populista al enumerar los movimientos y las figuras que la componen y al imaginar un "tercer movimiento histórico". A diferencia de la aproximación protagonizada por Balbín y Perón, la de Alfonsín tenía la audacia de proponerse como síntesis. ¿Síntesis imposible? En todo caso, la propuesta naufragó en el mar tormentoso que vapuleó a su gobierno. De ahí en más los gobiernos de cuño democrático-populista, y sobre todo el de los Kirchner, se esmeraron para protagonizar una versión de manual de los peores vicios de esa alma. Lo que queda claro es que este ciclo toca a su fin y sobreviene muy probablemente un ciclo democrático-liberal. Es imposible saber si podrá presidir un gobierno exitoso, si procurará entendimientos con la oposición que rompan con el divorcio abismal entre ambas orientaciones (aun sin procurar una probablemente peligrosa síntesis) o si se sentirá obligado a quebrar sus propios principios. Entretanto, el drama de la heterogeneidad de nuestra tradición democrática queda en pie.
Decía Tulio Halperín Donghi que en la Argentina se habían formado a lo largo del tiempo dos principios de legitimidad política prácticamente inconciliables. Por un lado, el de matriz oligárquica: la Argentina sólo puede ser gobernada por nosotros. Por otro, el de matriz popular: el gobierno debe provenir de las mayorías electorales. Es de notar que, en los últimos tiempos, el peronismo se ha arrogado -por cierto, contra toda evidencia- ambas legitimidades: las mayorías son peronistas y "a este país" sólo lo podemos gobernar los peronistas. Sería de importancia crucial que un gobierno de alma democrática liberal exitoso no incurriera en parecidos errores.