Las divas salvajes del cine de Fellini
El 16 de abril vuelve, restaurada, 8 1/2, una de las películas que mejor traducen las ensoñaciones eróticas del director italiano
Como el atleta que templa su musculatura cuando se dispone a ingresar a la pista, Federico Fellini, antes de filmar, ejercitaba su imaginería, lápiz en mano, como lo haría un pintor. Él mismo, por lo demás, se prodigó como tal, al punto de que sus dibujos lograron conformar un rubro aparte en su obra. Quizá no tan "aparte": en la copiosa filmografía de Fellini (1920-1993) una buena parcela de sus 24 títulos (entre largos y episodios) destinan a las figuras femeninas procedentes de sus dibujos una presencia elocuente, si bien no en papeles centrales. Esas "figuras" de la iconografía felliniana raramente se ajustan al modelo burgués o a la mujer de la vida cotidiana; son desmesuradas, descomunales, como si emergieran de pinturas de las vanguardias del siglo XX. O del Bosco.
El semiólogo Paolo Fabbri, originario de la ciudad de Rímini como Fellini, señala una afinidad estética entre dos colosales artífices de imágenes: "Dejando de lado la calidad del trazo –señala– las correspondencias sensuales e iconográficas entre dibujos eróticos de Fellini y de Picasso son sorprendentes". Pero los dissegni de Fellini no se quedan en el plano del papel: pasarán al celuloide y darán vida a las mujeronas que, desde sus films, asaltan y abruman eróticamente al espectador.
"En el inicio de cada película –escribe el realizador–, paso la mayor parte del tiempo sentado frente a mi escritorio, y no hago más que garabatear nalgas y tetas. Es mi modo de ir cercando la película, de comenzar a descifrarla a través de esos bosquejos. Una suerte de Hilo de Ariadna para salir del laberinto." Pero no son dibujos al azar: con frecuencia son la plasmación de imágenes de sus sueños (segnacci di sogni, "garabatos de sueños", los llama Fabbri).
En los puntos de inflexión entre el sueño nocturno, su tránsito al "sueño diurno" y su activación en la miseen-scène del plató, suelen producirse esos resultados (léase alucinaciones) que conocemos como el "discurso felliniano". No siempre esa imaginería surgida de los sueños llega al celuloide; muchos de sus dibujos, acompañados por los comentarios del propio soñador, han quedado registrados en el apabullante despliegue de Il libro dei miei sogni, publicado póstumamente. Pero la intención aquí –anticipémoslo– es referirnos a ese universo en su tránsito al accionar dramático de situaciones y, sobre todo, de personajes, incluidos los de la vigilia.
En ese plan, la impactante emergencia de la Saraghina en la playa de 8 ½, con los brazos en jarra y su fulgurante mirada, es paradigmática. Así la perciben el niño Guido y sus compañeros del colegio religioso en una evocación que ahora asalta al depresivo y paralizado Guido-realizador (Mastroianni, álter ego de Fellini); el racconto resultante muestra esa escapada de los chicos que más tarde tendrá su punición: "Pero ¿no sabes que la Saraghina es il diavolo?", le recrimina el cura al chico en el confesionario.
Para cuando encaró este film que encierra otro film ("construcción en abismo", según la denominación de Christian Metz), Fellini afrontaba su décima producción, incluidas Las noches de Cabiria (1957), La strada (1956) y la monumental La dolce vita (1960). Pero 8 ½, estrenada tres años después, se instituyó en un hito remarcable en la evolución del discurso fílmico de su autor, que optó por esa fragmentación que, con carácter canónico, se incorporaría a los verosímiles en vigencia en la cinematografía de entonces. En una de esas alteraciones de la continuidad narrativa con "regresiones" a la infancia (son algo más que meros flashbacks), emerge la Saraghina: con sus poderosas caderas, sus pies descalzos, sus descomunales nalgas y su pelambre revuelta, es una diva salvaje, según la óptica infantil. Su aparición y su porte están teñidos por una memoria que "adapta" lo real. Hay que señalar que el atteggiamento corporal de la actriz que la encarna (Eddra Gale) responde a un conocido boceto del director y que éste, a su vez, es la transcripción plástica de un sueño, pesadillesco, quizá, por su carga pecaminosa.
Ciertos monólogos de Ingrid Thulin o Harriet Andersson, en films de Ingmar Bergman de la misma época, remitían con angustia al dolor de un pasado que teñía el carácter actual del personaje, pero desde una enunciación verbal-teatral, como si se tratara –por ejemplo– de un texto de Strindberg. Solo en 8 ½ la memoria de un adulto reconstruye fragmentos de una "edad escolar" con arrollador y fantasmal peso afectivo. Son escenas de descubrimiento, pecado y castigo que condicionan el pattern erótico del artista adulto: ese adulto director de cine, Guido-Mastroianni, ordena desarmar la escenografía del film que ya no rodará y se entrega al delirio de todo un entorno vital soñado (amantes, padres ya muertos). Desfilarán en el círculo de la arena circense en torno a él, que "dirige" valiéndose de un megáfono, hasta que solo queda marchando un niño (él mismo) que ejecuta en el flautín el aire melancólico que compuso Nino Rota y que conduce a la oscuridad final del film, esto es, al ocaso en tinieblas del protagonista.
La Saraghina se perfila, tal vez, como el primero de los arquetipos femeninos tallados según esa estética rayana en lo monstruoso y conformados por fantasmagorías eróticas de la infancia. Hablar de la "sexualidad en Fellini" suena raro; lo que cuenta en sus films parece un estadio previo, casi ingenuo, del erotismo: sus guiones no incluyen escenas de sexo expuesto (como –y en el marco de films "de culto"– fueron ciertas censuradas secuencias de Último tango en París o el célebre despliegue de Donald Sutherland y Julie Christie, desnudos, en Venecia Rojo Shocking).
Amarcord (1973) depara varias de esas figuras. Antes del rodaje, Fellini dibujó, en la cotidianidad de la Rímini evocada en el film, a "la Tabaccaia" que luego, con impudorosa ostentación física, encarnará la actriz Maria Antonietta Beluzzi. En un momento del film, con su peso excedido aplastará literalmente al niño Titta Biondi (quien, en este caso, no es un álter ego del director sino él mismo, en la lejana ciudad natal). Y, de esos mismos años treinta vividos bajo el fascismo en Rímini proviene, en Amarcord, la evocación de la Gradisca, una joven de gran belleza que se ofrece al Príncipe en el Grand Hotel, y que es evocada con la misma fantasía infantil que la tiñe de una magnificada voluptuosidad kitsch.
Una observación empírica conduce a comprobar que a Fellini no le atraían las bellezas en sentido tradicional o convencional, algo que hoy no es tan infrecuente. Pero aunque los "verosímiles" del cine han cambiado, y si bien las "salvajes" han sobrevivido, las de hoy no coinciden con las que fascinaban a Fellini, quien seguramente no habría erigido en "diva" –por ejemplo– a la arrolladora y masculinizada Lisbeth Valander. A no olvidar que su época era pródiga en bellezas que pasaron por el cine: Lucia Bosè, Gina Lollobrigida, Sophia Loren (solo una vez con él, a los 17 años, cuando todavía era Sofia Lazzaro, en Luces del varieté), Silvana Mangano… y la más hermosa italiana de entonces: Virna Lisi. Las tenía ahí, a disposición en los castings y, a pesar de que eran codiciadas por Hollywood, a él no le interesaban.
Su olfato estético y sus sueños lo orientaban a relegadas y desmesuradas configuraciones infantiles. "Se trataría, si se quiere, de recuperar el erotismo polimorfo del niño –apunta Violette Morin–, ya que el niño colma de placeres libidinosos toda actividad diurna, sin preocuparse por su eficacia ni por la dignidad de esa actividad."
Hubo una excepción a todo ese bestiario estético-erótico: Claudia Cardinale, otro destello femenino en medio del caos espiritual-mental de 8 ½ y del realizador Guido-Mastroianni. Figura etérea, aparece como un ángel-enfermera imaginaria en las Termas, pero será la misma que, más tarde y en carne y hueso, desenmascarará impiadosamente al realizador: "No me jodas, Guido, aquí no hay ningún guión, tu película no existe". El film abortado se va hundiendo mientras Guido fantasea con otras divas, aunque de distinto signo, como la arrolladora Saraghina, la de las alucinaciones, más seductoras –para él– que la realidad actual del set.