Las diferentes sequías de nuestra sufrida Argentina
Hay que escapar de la aridez en que se encuentran hundidos el pensamiento y la política, y fertilizar el espíritu de millones de compatriotas que se sienten desamparados y sin esperanza
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“Cuarenta y cuatro días consecutivos de seca y fuego arrasaron la sierra, el valle, las matas salvajes”. Con esta breve frase comienza Todo verdor perecerá (1941), célebre novela de Eduardo Mallea, un escritor injustamente olvidado, en la que realizó una magistral disección del alma de su protagonista, Ágata Cruz, en paralelo con el paisaje marchito donde arrastra su existencia. “En aquella zona de desolación y sequía ya casi no quedaba ganado”, agrega, para describir el páramo físico y espiritual de Ágata en un matrimonio tan agostado como la seca, que “era como un incendio, quemaba la vegetación por debajo, la buscaba, la mataba en la entraña”. La sequía del paisaje, en comunión con la vida yerma de Ágata, representa el país invisible que Mallea anunció años antes de su irrupción aluvial en la vida política del país.
Otro gran autor sabía que la sequía es una alegoría de quienes justifican bajar los brazos ante la fatalidad. Escribe J. G. Ballard en La sequía: “Últimamente hay demasiada gente que anda por ahí como si hubiera encontrado la justificación de sus propios fracasos, ese es el atractivo secreto de esta sequía”. En el caso argentino, pese a nuestra sequía para la prosperidad, los jóvenes no se resignan a una vida de erial: simplemente se van de su suelo natal en pos de mejores horizontes. Es su demostración de resiliencia y la prueba mayor de nuestro fracaso.
La sequía es sinónimo de desierto y aridez. Lo que seguramente el lector no supondrá es que también la pampa fue reconocida como un vasto desierto. Y que debería tomarse con seriedad la calificación de desierto que desde tiempos inmemoriales se le atribuyó. Esta extraña paradoja de creer desierto a un territorio potencialmente ubérrimo encierra toda una metáfora sobre los vaivenes de la historia argentina. Pues no se pensó lo mismo de las planicies norteamericanas, de las sabanas africanas ni de las llanuras de Ucrania y de China. Romain Gaignard apunta: “La pampa aterraba. Al llegar a las altas praderas del Paraná los españoles se sentían desamparados frente a ese nuevo océano, temible por su extensión y su aparente uniformidad, por la ausencia de puntos de referencia y de cursos de agua organizados más allá del Salado” (La pampa argentina). Parecería que la contumaz sequía que padecemos por estos meses responde a aquel nombre original. Con 163 millones de hectáreas afectadas, de las cuales 22 millones están en fase severa, la presente sequía es una de las más graves de las últimas décadas y equiparable a la de 2018. Estas sequías recientes agregan a su versión literaria la dramática agonía de los productores agropecuarios y el consecuente efecto negativo en la economía. Como los jóvenes, tampoco el hombre de campo se resigna, y será capaz de superar los infortunios del clima o de los malos gobiernos, como lo ha hecho siempre: redoblando el trabajo.
Por desgracia, en nuestra historia no siempre se trató de enfrentar sequías provocadas por la madre naturaleza. Por los mismos años en que escribía Mallea, Alfredo Palacios describía con crudeza el accionar del hombre para producir la esterilidad de la tierra: “Y así, después que el hacha implacable del leñador abatió a los árboles, la tierra quedó yerma; se acabaron las lluvias; se fueron las aves y también los hombres”, escribe en Pueblos desamparados (1942). La tala indiscriminada de extensos bosques de algarrobos en el noroeste argentino y quebrachales en el chaco argentino transformó áreas rurales otrora fértiles en desiertos de polvo y espanto. Poco se hizo entonces para proteger a los bosques y poco se hace hoy.
Sin embargo, la presencia de la sequía no se limita al ámbito de la literatura o de la economía: es en el campo de las ideas en el que mayores perjuicios ha obrado para el progreso de los argentinos.
Dos libros clásicos resumen la historia de las ideas argentinas en su etapa ascendente y en su posterior retroceso, aún en curso: Facundo y Radiografía de la pampa. Estos libros se resumen en dos lemas emblemáticos: civilización y barbarie, en la etapa de progreso, y Trapalanda, en la decadente. Ambos parten de describir la geografía singular del desierto, pero sus conclusiones son muy diferentes.
Sarmiento, nuestro genial Sarmiento, se enfrentó al panorama desolador del desierto con el fuego sagrado para transformarlo en el granero del mundo. Sin conocer la pampa, en Facundo escribió: “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes y se le insinúa en las entrañas”. Agregó sobre las capitales de provincia: “El desierto las circunda a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización enclavados en el llano inculto”. Para modificar ese desierto bárbaro en el granero del mundo, su generación, la generación del 37, ideó su extraordinario programa de progreso, liberal y republicano.
Frente a la obra civilizadora de Sarmiento se ubicó el aciago impulsor de la visión mustia del país: Ezequiel Martínez Estrada. En su obra se respira el ambiente enrarecido y calcinado de la sequías. El país de Trapalanda mostraba, como los campos descriptos por Mallea, “su cara espectral y hambrienta, su boca árida, su escuálida garra extendida sin fuerza por millares de kilómetros”. Su perspectiva intelectual fue una inhóspita e infecunda crítica a la realidad que lo rodeaba, exenta de una propuesta de superación de cara al futuro. Su terca obstinación en negar los logros de la civilización adosada a la gran llanura yerma que espantaba a los conquistadores, revivió los infaustos años de sequía que supo conjurar Sarmiento. Y entonces “el campo, enfermo, devino torvo. Y la población se fue deshaciendo en lentas migraciones”.
Las sequías argentinas en la literatura y en economía, pero principalmente en el ámbito de las ideas, se potencian por una clase dirigente empantanada en un guadal de disputas infructíferas mientras a su alrededor el desierto de la pobreza avanza implacablemente sobre los argentinos. Escapar de la aridez en que se encuentran hundidos el pensamiento y la política desde hace décadas y fertilizar el espíritu de millones de compatriotas que se sienten desamparados y sin esperanza significa repetir la gesta sarmientina. Caso contrario, la antipolítica y el relato, dos caras de la misma moneda populista, se continuarán conjugando en una lucha desoladora y ruinosa como la tala de bosques, las inclemencias del clima o las ideas viciadas. Y las sequías argentinas se multiplicarán en los cuatro puntos cardinales de nuestra sufrida sociedad.