Las desventuras de un impostor
No es raro que un presidente fake suelte frases fake. Pero Alberto Fernández parece dispuesto a romper todos los récords. Casi a diario, algún dicho suyo genera estupor y le causa un problema no solo a él, sino también al país que representa. Y eso sucede porque de las muchas máscaras que se pone y se quita, de los muchos papeles que asume según la escena en la que se encuentre, solo parece sentirse a sus anchas en el rol de profesor emérito que imparte su lección. Por eso se embala cada vez que abre la boca. Y la abre demasiado. Nada recomendable para un impostor.
Sabemos que, cuando habla, Fernández es otro. ¿Cuál otro? Poco importa. Hay muchos otros, tantos como interlocutores tenga y como cada ocasión demande. Su misma presidencia comenzó con una impostura. Hay en su origen un acto de transformismo de factura temeraria, que exigió convertir la noche en día. Aquella que tenía “una enorme distorsión de la realidad”, aquella que había hecho un gobierno “deplorable”, aquella a quien había sindicado responsable de encubrir a los acusados del ataque a la AMIA, de pronto, en un giro inaudito, pasó a ser una víctima del lawfare y la abanderada de los humildes capaz de impulsar la reconstrucción nacional. Un pase de magia intragable, burdo, en el que el engaño estaba a la vista. Sin embargo, un público indulgente y crédulo aplaudió el truco y compró. Nadie debería sorprenderse ahora si de la galera salen sapos en lugar de conejos.
Con ese truco, Fernández se convirtió en presidente. Pero, en lugar de haber salido más fuerte, más grande, con mayor autoridad, se empequeñeció al colocarse solícito bajo el pulgar de Cristina Kirchner. Y ahora se desahoga con esas lecciones que prodiga desde sus discursos, en un tono doctoral que lo eleva del suelo y le restituye ese aire de superioridad tan propio de los soldados de la vicepresidenta. Combinado con su compulsión por agradar a quien lo escucha, lo que le exige cambiar de biblioteca según cambia de interlocutor, esto lo conduce a fallidos olímpicos.
En el fallido que recorrió el mundo y generó un conflicto con brasileños y mexicanos, Fernández no parece haber abrevado en Octavio Paz o Carlos Fuentes, sino en Litto Nebbia. Nadie podría endilgarle a Nebbia, uno de los grandes de nuestra música popular, la menor sospecha de racismo. Nebbia ama la variedad y mixtura de la música brasileña y suele recordar el cariño con el que el público mexicano los recibió a él y a su música durante su exilio en los años de la dictadura. Tampoco podríamos adjudicarle a priori intenciones racistas a Fernández. El problema es el contexto. No es lo mismo decir que los brasileños vienen de la selva y los mexicanos de los indios en una canción con aire de zamba que escucharlo durante un acto oficial en boca de un presidente que quiere congraciarse con su invitado español diferenciándose de sus hermanos latinoamericanos. Sumémosle el tono profesoral, que vira inevitablemente al de sabihondo de café, y no hay modo de que la frase no suene despectiva.
"Sabemos que, cuando habla, el Presidente es otro. ¿Cuál otro? Poco importa. Hay muchos otros, tantos como interlocutores tenga y como cada ocasión demande"
Soberbia, ignorancia, discurso emancipado de la verdad de los hechos. Fernández no hace otra cosa que seguir la tradición de su espacio político. Es preciso tener un narcisismo rayano en la alienación para desplegar una negación de la realidad tan absoluta como la que practica el kirchnerismo. O un cinismo considerable. En este sentido, la condición de impostores iguala al Presidente y a la vice, aunque la desplieguen con estilos muy distintos. El problema de Fernández es que su impostura cambia de signo como el camaleón de color. Es capaz de decir “Yo no soy Cristina” y al otro día saludar con un “Cristina y yo somos lo mismo” sin que la contradicción le mueva un pelo. A esta altura, es probable que ni él sepa quién es realmente. Se muestra como un presidente de personalidad vacante. Sin convicciones ni memoria. No se le puede pedir coherencia a quien se siente habilitado a decir cualquier cosa, es decir, aquello que le conviene según la circunstancia.
Fernández podría aprender de Sergio Massa, que esconde su impostura detrás de una sonrisa perenne y se cuida mucho de hablar de más. También Massa le dice a cada quien lo que quiere escuchar en su desesperada carrera por el poder. Pero Massa es más astuto para llevar adelante su doble o triple juego y sus negocios porque mantiene sus propias incoherencias y enmascaramientos entre bambalinas y sale a escena con guiones bien estudiados.
El oportunista solo responde al momento presente, emancipado de cualquier otro imperativo que no sea la consecución de sus objetivos. La impostura, aceptada por buena parte de la sociedad argentina, es la esencia del kirchnerismo. A tal punto que habría que analizarlo como fenómeno psicológico antes que político. Como sea, el Gobierno no parece advertir que el engaño permanente que lleva adelante tiene un límite. Transgredir ese límite supone el riesgo de que el poder de encantamiento se disipe dejando cada vez más expuesto el truco. También, el peligro de caer en el absurdo o el ridículo, como con frecuencia le ocurre al Presidente.