Les roban el nombre. Les sacan trabajo, pertenencias, recursos. Las destinan a un único fin: la procreación. Cuando, a mediados de la década del ochenta, Margaret Atwood escribió la distopía El cuento de la criada, de lo que quería hablar era de la ponzoña devastadora del pensamiento totalitario. Para traducir sus efectos, imaginó un Estado teocrático –Gilead– cuya base de sustentación era la opresión de la mujer. A unas cuantas décadas de publicado aquel libro, este rostro es el de Elisabeth Moss.
En 2016, el canal estadounidense Hulu lanzó la serie basada en la novela de Atwood, y la expresividad suprema de Moss se convirtió, no solo en la más acabada versión de Defred, la heroína de El cuento..., sino también en emblema de una acción política que no transcurría en las lejanías imaginarias de Gilead, sino en el muy cercano mundo del presente.
La serie se estrenó el mismo año en que Trump y su verborragia misógina se hacían con las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, y que el discurso de la extrema derecha ganaba terreno en Europa. Y comenzó a ocurrir: en manifestaciones feministas, en protestas contra medidas restrictivas de los derechos reproductivos, aparecía el silencioso séquito de criadas. Activistas vestidas con la misma cofia y atuendos rojos de las criadas de la serie se hacían ver, y la sola potencia de su imagen (a esas alturas, todo el mundo sabía de qué iba El cuento…) bastaba.
Este año, el rojo de las criadas volvió a las calles, parte del incansable movimiento de mujeres en todo el mundo. También se las vio en la Argentina. Durante lo más álgido de la discusión por la legalización del aborto, un grupo de mujeres desfiló, cofias blancas, capas rojas, frente al Congreso de la Nación. En nuestro país, el rojo se entreveró con el verde: porque este fue el año de la "Revolución de las hijas", el de la continuidad del #NiUnaMenos y el de las manifestaciones masivas, con abrumadora presencia de chicos y chicas sub20 que, tras la discusión puntual por un proyecto de ley, pusieron al género en el centro de la conversación pública. Porque se debatió sobre la interrupción voluntaria del embarazo, pero también sobre educación sexual, igualdad de oportunidades, violencia.
El año termina con una suerte de versión criolla del #MeToo que desde 2017 sacude los escenarios y la política internacionales. Aquí se llamó #MiraComoNosPonemos y, tras la denuncia de la actriz Thelma Fardin, llevó la discusión a un nuevo nivel: ya no se trata únicamente de exigir medidas contra los femicidios, ahora se trata de arrojar luz sobre ciertas violencias solapadas, naturalizadas, cotidianas. Invisibles. Parte de la ponzoña a la que aludía Atwood: la de los secretos mecanismos que llevan a que un ser humano se sienta con pleno derecho a imponerse sobre otro. Empatizar con quienes intentan ponerle coto es apostar al difícil y apasionante camino de la democracia. Las extremas derechas, que pusieron al feminismo en el listado de sus enemigos, lo saben.