Las cosas que nos pasan a los argentinos
Desde hace meses, se ha puesto de moda entre periodistas y analistas afirmar que los argentinos están siendo ignorados por una clase dirigente que desconoce “la agenda de la gente” y solo se ocupa de sus egos y del poder. Desde luego, la situación es dramática y quienes asumimos un rol en la política tenemos una responsabilidad mayor que los ciudadanos de a pie. Sin embargo, la visión según la cual los argentinos no tienen responsabilidad en el drama que los aqueja y solo son víctimas pasivas es falsa, distorsiva y no ayuda a solucionar los problemas, sino al revés.
Elite culpable, pueblo inocente. El truco elemental del populismo, la división radical entre una sociedad honesta y trabajadora, de un lado, y una oligarquía -para los kirchneristas- o casta -para los mileístas- parasitaria e inútil, del otro, es presentado repetidamente con fruición. Sin embargo, si las cosas fueran así, la situación habría mejorado desde cuando los argentinos retomamos el control de nuestro destino con la recuperación de la democracia. Por el contrario, es fácil comprobar que lo único que mejoró desde 1983 es la democracia, mientras que todos los índices de desarrollo y bienestar empeoraron y expresan la profunda decadencia en que ha caído el país.
¿Cómo es posible compatibilizar la catástrofe de cuarenta años de democracia y al mismo tiempo desresponsabilizar a los argentinos? ¿No se trata del mismo artefacto, la democracia, que trajo una mejora significativa de las condiciones de vida en el resto del planeta? ¿No se comía, se curaba y se educaba mejor con ella, como creíamos en los inicios de su recuperación? ¿Y qué distingue a los políticos argentinos de los alemanes o los uruguayos sino el hecho de que son argentinos, y como tales, surgieron de esta sociedad y son votados por los ciudadanos de este país? Las respuestas, a veces, son simples. Quienes recurren al fácil expediente de desligar a la dirigencia política de la sociedad de la que ha surgido y la vota hacen demagogia, y la demagogia es la madre del populismo, que destruye la democracia haciéndola cada vez peor y dejándola a merced de sus verdugos.
El resultado más probable del triunfo de la victimización demagógica en curso es un “Que se vayan todos” como el de 2001, cuando el peronismo derrocó a un gobierno que tenía la pobreza en 38% con la soja a 160 para abrir paso al ventenio peronista que termina con la soja a 550 y la pobreza en 42% después de haber desperdiciado la mejor oportunidad de la historia nacional. Porque cuando triunfa el “Que se vayan todos” se quedan los demagogos como Néstor Kirchner, que en 2005 bramó “¡las cosas que nos pasaron a los argentinos!” como si nuestros males fueran culpa de los habitantes de Tombuctú.
Todo este sistema discursivo de desresponsabilización llegó a su máxima expresión con el asesinato del colectivero Barrientos; un crimen repudiable cometido contra la población del conurbano que estudia y trabaja cada día en condiciones deplorables, y que merece toda la solidaridad. Pero si queremos salir de la decadencia que hace que nuestros colectiveros exijan hoy cabinas de seguridad blindadas es necesario un análisis realista, y no más demagogia. Y bien, en la tragedia de Barrientos todos los actores institucionales son peronistas por decisión mayoritaria de las principales víctimas del peronismo: los habitantes del conurbano. Sucedió en La Matanza, tierra de Espinoza, que en 2019 sacó el 64% de los votos; parte de la provincia de Buenos Aires, en la que el peronismo ha gobernado 32 de los últimos 40 años y donde el 52% votó a Axel Kicillof; en la República Argentina, donde el peronismo ha gobernado 28 de los últimos 34 años y en 2019 fue elegido por el 48% de los votantes.
Fue Kicillof quien puso a Berni. Fue Alberto quien puso a Aníbal Fernández, un personaje bien conocido por sus futuros compañeros de gabinete Felipe Solá y Daniel Arroyo: “La mamá y el papá de la provincia que está preocupado por la inseguridad, por los robos, porque se vende droga en el barrio, debería pensar en serio si Aníbal Fernández es la persona para manejar la Policía Bonaerense, que es manejar el cuidado de nuestros hijos”. Textual de la campaña 2015 “Droga sí, droga no” dirigida por Alberto Fernández, donde Solá era el candidato de “Droga, no”.
El drama de la inseguridad argentina se hace fácil de resumir: votaron peronismo y les dieron peronismo. Espinoza, Kicillof y Alberto. Berni y Aníbal. Siempre fue así; solo que ahora, después de cuatro gobiernos peronistas, se agotaron todos los stocks. Por eso, al observar de cerca el caso Barrientos se observa el saldo de los días más felices y se comprueba en qué terminó el “Que se vayan todos” de 2001: un país que se achica cada día y en el que la supervivencia se transforma en lucha de todos contra todos, en guerra entre pobres, en un marginal que se carga la vida de un trabajador. ¿A quiénes habrán votado, la víctima y el victimario? No lo sabemos. Pero sabemos a quiénes votan la mayoría de los colectiveros y de los delincuentes: la Unión Tranviarios Automotor (UTA) es peronista desde que Ramón Seijas, su principal dirigente histórico, ejerció el cargo de secretario general de la CGT entre 1944 y 1955. Y el distrito electoral en el cual el peronismo obtiene la mayor cantidad de votos son las cárceles: 86% para Alberto-Cristina contra 7% para Macri-Pichetto en 2019. Datos, no opinión.
Las cosas que nos pasan a los argentinos son el resultado de las cosas que hacemos los argentinos, como votar con superficialidad. Seguir describiendo a las víctimas de la hegemonía peronista como actores impotentes de su drama es reducirlos a objeto y hacer demagogia con su tragedia. El victimismo refuerza las causas del sometimiento y la humillación. Basta superponer el mapa de los triunfos electorales peronistas con el de los crímenes en el conurbano para verificar la correlación.
Hasta la idea de que la gente vota al peronismo por buenas razones está siendo cuestionada por los hechos, que demuestran que el peronismo reina en donde gobernó peor. Son diez los municipios en los que desde 1983 solo han gobernado sus intendentes: Almirante Brown, Berazategui, Ezeiza, Florencio Varela, Hurlingham, José C. Paz, La Matanza, Malvinas Argentinas, Merlo y San Fernando. Sumados, son más de 5.700.000 bonaerenses sometidos al atraso, el clientelismo, la miseria y la desesperación. Y el modelo medieval de los barones del conurbano se complementa con el de las provincias feudalizadas en las que reina el peronismo del Interior: en Formosa, La Pampa, La Rioja, San Luis y Santa Cruz solo gobernaron ellos; en Misiones, Jujuy, Salta y Tucumán, reinaron al menos 30 de los 40 años de democracia. Y en todo el Gran Norte, donde están las únicas ocho provincias en las que el peronismo ganó en 2021 a pesar de su desastrosa performance electoral general, se verifica la misma trinidad: gobernadores feudales, predominio del empleo estatal (del 47% al 75% del total) y dependencia absoluta de los recursos de la coparticipación (del 73% al 93% de los ingresos totales). Porque fábrica de pobres conurbana tiene su sucursal en el Interior.
Como en una novela de Soriano, el drama del voto peronista termina un día del cuarto gobierno peronista, en La Matanza peronista, de la Provincia peronista, de la peronista Argentina, con un cartel de “Todos con Cristina” bajo el cual colectiveros peronistas agarran a trompadas al ministro de Seguridad peronista designado por el gobernador peronista. Y la única dosis de civilización la aporta una institución no peronista que evita que la cosa termine peor: la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, prontamente retribuida por nuestro Rambo de Capilla del Señor con la acusación de haberlo secuestrado. A esta locura se subieron Kicillof, que sugirió que todo era un complot organizado por Patricia Bullrich; y Cristina, que intentó conectar el supuesto complot bullrichista con el de los Copitos, y se alegró porque en su caso la bala no salió. Porque la locura es total, pero la perversión es peor.