Las controversias del Presidente con los “econochantas” y los “libertarados”
El éxito del cambio económico requiere puentes entre las ideas económicas siguiendo los ejemplos de desarrollo exitoso, la confluencia liberal-desarrollista
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El presidente Javier Milei desacredita muchas opiniones y pronósticos económicos porque razona la economía partiendo de premisas diferentes a las de sus colegas. No llama la atención las diferencias que tiene con otro colega de profesión, el gobernador Axel Kicillof, a quien estereotipa de “zurdo populista” y a quien podría recomendar la lectura de la La fatal arrogancia de Fiedrich Hayek para que evalúe su heterodoxia. Llama más la atención las diferencias de análisis y pronóstico con quienes descalifica como “econochantas”, la gran mayoría identificados con el mainstream de la ortodoxia profesional. Más allá de algunos pronósticos errados que justifiquen algún enojo, las diatribas presidenciales expresan ideas alternativas a las teorías que forjaron el “consenso ortodoxo de la profesión”.
Después de Keynes, la microeconomía (con énfasis en las unidades económicas) y la macroeconomía (con énfasis en el conjunto económico) se constituyeron en dos subdisciplinas separadas. Los modelos “micro” postulaban que no podía existir desempleo, pero el desempleo era la piedra angular de la macroeconomía keynesiana. La microeconomía hacía hincapié en la eficiencia de los mercados; la “macro” en el masivo derroche de recursos en recesiones y depresiones. La “micro” contaba con un modelo para racionalizar el fenómeno macroeconómico: el equilibrio general competitivo de León Walras. La “macro” contaba con un modelo para racionalizar los problemas de la “micro”: las fallas del mercado (externalidades, monopolios, información asimétrica). A mediados de los 60 del siglo pasado, neokeynesianos (militantes de la macro) y neoclásicos (militantes de la micro) convergen en una teoría unificada que da lugar al “consenso ortodoxo de la profesión”. El consenso buscó preservar la premisa de racionalidad clásica en el comportamiento económico. Sin embargo, siempre ante una nueva crisis, el andamiaje del consenso profesional vuelve a resquebrajarse y reaparece el viejo debate argumental que se remite a dos prohombres de la teoría económica: John Maynard Keynes (1883-1946) y Arthur Pigou (1877-1959).
La historia del capitalismo muestra ciclos de auge y recesión (“vacas gordas” y “vacas flacas”), pero hasta Keynes la teoría económica aceptaba su inevitabilidad, asumiéndolos como una especie de purga natural del sistema. La recuperación económica, decía Joseph Schumpeter, “es sólida si proviene de sí misma”.
Cuando a partir de la crisis de 1929, la recesión se transforma en depresión, la idea que expresaba Schumpeter se vuelve social y políticamente inaceptable. Pero Pigou razonaba como Schumpeter. Para Pigou, el desempleo acompañado de una baja de precios y salarios aumentará el valor de aquella parte de la riqueza que esté en forma de dinero o de valores que puedan transformarse en dinero. Esto inducirá a los sujetos económicos a reducir su nivel de ahorro y aumentar su nivel de gastos. Al aumentar los gastos (consumo e inversión), aumentarán también los precios, la producción y el empleo, haciendo que todo ello regrese a la posición de plena ocupación de los recursos. Keynes le objetó que se requería una baja masiva de precios para que la economía actuara en la dirección señalada por Pigou. Más tarde los neokeynesianos argumentaron que en una situación deflacionista, se producen expectativas de descenso continuado en los precios que actúan en contra de la expansión de la demanda.
Con otro enfoque racional sobre la relación riqueza y gasto, Keynes creía en las políticas activas para salir cuanto antes de las recesiones (“en el largo plazo estamos todos muertos”). Según su enfoque, la expansión monetaria inyecta liquidez y recrea el crédito, y el activismo fiscal permite recuperar la demanda agregada y salir del pozo.
Pigou, por el contrario, negaba que el gasto público ampliara la producción y el empleo; creía que los trabajos públicos se limitaban a distraer hacia usos públicos unos fondos que, en caso contrario, permanecerían en manos privadas y serían utilizados en actividades más productivas. Pigou devino un referente de la austeridad como medicina para las crisis; Keynes se transformó en un ícono del gasto expansivo.
La novedad teórica que trajo aparejada la gran recesión de 2008, es que algunos miembros destacados de la profesión (George A. Akerlof y Robert J. Shiller, entre otros) empezaron a cuestionar la visión rígida del presupuesto de racionalidad de la teoría moderna. La escuela de Psicología Económica (Daniel Kahneman y otros), con sus investigaciones sobre las motivaciones del proceso decisorio, empezó también a sumar evidencias que ponían en tela de juicio las premisas asumidas de comportamiento racional, pero sin cuestionar el consenso ortodoxo. La Nueva Escuela Institucional de economía (Ronald Coase, Douglas North, Elinor Ostrom) que acaba de recibir otro premio Nobel compartido (Acemoglu, Robinson, Johnson) también da por asumida la racionalidad implícita en el consenso ortodoxo. Enfatiza en la interacción económica racional la importancia clave de las instituciones (normas, costumbres, gobernanza) que influyen en los comportamientos y en los costos (“costos de transacción”) que son determinantes en la creación de riqueza y bienestar.
La Escuela Austríaca en la que se referencia Milei, en cambio, siempre ha sido antikeynesiana y refractaria al consenso ortodoxo. Algunos ortodoxos van a destacar que el consenso profesional rescata la teoría subjetiva del valor (teoría de la utilidad marginal de Carl Menger), y que la argumentación racional de Joseph Schumpeter y Arthur Pigou, como alternativas a la argumentación keynesiana, están representadas en el consenso. Milton Friedman y sus teorías monetarias también abonan esta aproximación. Pero cuando uno analiza La acción humana, obra cumbre de Ludwing Von Mises, y la de otros referentes de la corriente austríaca (Hayeck, Rothbard, De Soto), cae en la cuenta de un planteo de racionalidad económica alternativa que parte de otras premisas y que, por tanto, guía a conclusiones ausentes en la síntesis forjada por neoclásicos y neokeynesianos.
Primero, reivindican una lógica deductiva para razonar la economía, opuesta a la empírica y matemática que predomina en el consenso ortodoxo. Esa lógica del comportamiento económico como parte de la acción humana en general les permite destacar el cambio constante en la dinámica de la economía de mercado, resaltar la información descentralizada de las señales de precios y abordar temas centrales como el de la evolución del dinero para diferenciarse de las teorías monetarias del consenso objetando la organización del sistema financiero de encajes fraccionarios (creación de dinero bancario) y de banca central postulado por la ortodoxia (origen, según ellos, de la inflación crónica).
El dinero, para esta corriente, es un medio de intercambio y su demanda, por lo tanto, es derivada y está dada por las necesidades de los consumidores y por factores estructurales como las preferencias, la tecnología, la dotación de factores y el régimen de propiedad. La tasa de interés no es una función del ingreso como asume la ortodoxia, sino un reflejo de la diferencia entre consumo presente y consumo futuro. La economía lógica examina procesos y mutaciones, la economía ortodoxa, según esta crítica, describe estados de equilibrio e inacción. Con todo este bagaje el Presidente trata de refutar críticas y relativizar pronósticos de “econochantas” de la ortodoxia, pero también se desvía de los consejos que le vienen de los que razonan como él, y le aconsejan, por ejemplo, salir del cepo ya. Razones pragmáticas de tiempo y oportunidad replica a los “libertarados” (la mayor demanda de dinero primero debe absorber la base monetaria ampliada). Colofón: así como la consolidación del cambio político requiere puentes para afianzar la república, el éxito del cambio económico también requiere puentes entre las ideas económicas siguiendo los ejemplos de desarrollo exitoso. La confluencia libera-desarrollista.
Doctor en Economía y en Derecho