Las consignas del nuevo pacto Estado-sociedad
La nueva realidad política admite miradas diferentes. Procuraré analizarla a partir de los cambios previsibles en los pactos fundamentales que gobiernan la organización social, planteo que exige una aclaración conceptual.
La organización de las sociedades contemporáneas se funda en tres pactos cuya vigencia los Estados deben garantizar. El primero procura establecer las reglas de juego que los ciudadanos deben respetar para posibilitar la convivencia civilizada, es decir, para evitar la guerra de todos contra todos o la “ley de la selva”. El segundo pacto fija “la división social del trabajo”: asigna a las diferentes fuerzas sociales el rol a desempeñar en el desarrollo de las fuerzas productivas. En el tercer pacto se decide la participación de los diferentes sectores sociales en la distribución del ingreso y la riqueza generada por la sociedad.
Históricamente, en la mayoría de las naciones latinoamericanas, los pactos descriptos se fueron gestando en el orden presentado. Al primero de ellos, Fernando Henrique Cardoso lo denominó “pacto de dominación”, lo cual podría sonar como un oxímoron: ¿cómo es posible que la ciudadanía acuerde ser dominada? Ocurre que una de las bases fundamentales de una organización social es que los comportamientos de sus integrantes puedan ser mínimamente predecibles, según normas y pautas culturales establecidas, de modo de reducir la incertidumbre en la interacción social. En la Argentina, en la segunda mitad del siglo XIX, instituir ese pacto equivalió a lograr el orden, luego de siete décadas de enfrentamientos. Hoy lo denominaríamos pacto de gobernabilidad y es el Estado quien debe imponerlo y garantizar su vigencia.
El segundo pacto tiene directa relación con el inseparable “compañero” del orden: el progreso, que implicó decidir el papel de los empresarios, la clase trabajadora, las organizaciones sociales y el Estado nacional en formación, en la articulación de los factores de la producción, el desarrollo de las fuerzas productivas y la generación de riqueza y bienestar. En 1880, Roca resumiría la vigencia del “orden y progreso” con la fórmula “paz y administración”. Desde entonces, y durante un siglo, el modo de organización social fue claramente Estado-céntrico, con una sociedad y un mercado económico fuertemente dependientes de la intervención estatal.
A fines del siglo XIX, comenzaron a manifestarse las tensiones sociales generadas por el nuevo orden instituido, debidas a la explotación económica y las miserables condiciones de trabajo impuestas a una población obrera y campesina que crecía vertiginosamente al compás de la inmigración. Surgió así la “cuestión social”, a partir del malestar de la clase trabajadora, manifestado en huelgas, movilizaciones y demandas sobre el Estado, dando lugar a políticas públicas que modificaron las bases del “pacto distributivo” –el tercero de los pactos aludidos más arriba–, en procura de una distribución más equitativa del ingreso y la riqueza.
En la última década del siglo XX, el menemismo adoptó sin reservas el ideario de la Nueva Gerencia Pública, que al “jibarizar” al aparato estatal y redistribuir regresivamente el ingreso, modificó profundamente los pactos de gobernabilidad, desarrollo y equidad, generando las condiciones que condujeron a la severa crisis de comienzos de este siglo. Durante una década, la organización social se volvió “mercado-céntrica”.
Hoy, un nuevo gobierno, de Milei, se propone reescribir las bases de los tres pactos y nuevas consignas resumen el espíritu de esta transformación. “El que corta no cobra” sintetiza una política de shock que recuerda al “ramal que para, ramal que cierra” menemista, y anticipa el espíritu de otros cambios que se avecinan en el pacto de dominación. “El que las hace, las paga”, por ejemplo, que propone cambiar las reglas de lucha contra la delincuencia y del accionar de la justicia. O “motosierra al Estado”, que apunta a cercenar su estructura institucional. O la exigencia de presencialidad a “quienes tienen curros y no laburan”. Todas ellas suponen una transformación de las bases de la gobernabilidad política.
El pacto de división social del trabajo también parece destinado a cambiar sus bases, a partir de nuevas consignas. “El Estado no es la solución; es la base de todos los problemas”, es la premisa del silogismo que justificará el nuevo pacto. “Todo lo que pueda estar en manos del sector privado va a estar en manos del privado”, es la segunda premisa. Se concluye, de estas proposiciones, que la minimización del Estado y la entronización del “mercado” –y su providencial “mano invisible”–, deben apuntalar otro de los pilares que sustenten a la organización social, modificando el papel que le cabrá a los distintos actores sociales en el proceso de desarrollo.
“No hay plata”, “el equilibrio fiscal no se negocia”, “los caídos serán contenidos” pero “hay luz al final del túnel”, sintetiza la transformación en el pacto distributivo. En la propuesta, “el ajuste lo paga la casta”. Sin embargo, todo parece indicar que la caída de la actividad económica producirá destrucción de empleo y reducción de los salarios reales. Y que el costo del ajuste será asumido principalmente por trabajadores, pymes, comerciantes, profesionales, cooperativas e integrantes del sector informal. La esperanzadora luz al final del túnel, bien puede llegar a ser la de una locomotora que se avecina.
Sin duda, los tres pactos exigían cambios en muchas de sus cláusulas. Pero para definir sus contenidos y alcances, siempre conviene recurrir a la experiencia comparada. Tanto las sociedades hiperestatizadas como las desestatizadas han demostrado su inviabilidad histórica. La utopía leninista de extinción del Estado en el tránsito al comunismo no pudo concretarse en los “socialismos reales”; más bien, se manifestó en su opuesto: un Estado hipertrofiado e ineficaz. El liberalismo extremo, que proyecta igualmente el desmantelamiento del Estado en el tránsito hacia la plena vigencia del mercado, también resulta utópico porque es incapaz de frenar las consecuencias socialmente disruptivas del patrón de acumulación que tiende a imponerse bajo condiciones económicas salvajes. El propio Michel Camdessus, director del FMI, admitió en su momento: “Si se abandona totalmente el mercado a sus mecanismos, se corre el riesgo de que los más débiles sean pisoteados” y la “mano invisible” pueda convertirse en la de un carterista.
Concluiré con una reflexión ya planteada en estas páginas. Sólo un Estado justo puede conciliar y arbitrar las contradictorias demandas de estabilidad, crecimiento y equidad en las que se funda el orden capitalista. Un Estado que debe transformarse según una concepción que rechace tanto la supremacía del mercado sobre el Estado como la de este sobre aquel. Ni el “puño de hierro” colectivista ni la “mano invisible” individualista, han sido capaces de regular las conductas sociales en un sentido que permita preservar y conciliar el orden, el progreso material y el bienestar para todos que exige la convivencia civilizada. Tal vez no sean “puños” ni “manos”, sino cabezas bien plantadas, lo que haga falta para lograr este supremo objetivo: imaginar un capitalismo social, democrático y, sobre todo, con rostro humano.