Las ciudades flotantes no responden al desafío del calentamiento climático
Sobrevivir al ascenso del nivel del mar representa una necesidad urgente para gran parte de la humanidad
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Hace casi tres milenios –en el siglo VIII antes de Cristo–, Homero imaginó una “isla flotante” rodeada de una “muralla de bronce infrangible”. Se refería, probablemente, a alguno de los grandes peñascos que integran el archipiélago de las Eólicas, en el norte de Sicilia. En todo caso, se trata del primer registro sobre la arcaica fantasía humana de construir un territorio artificial flotante capaz de proteger a sus habitantes de las inclemencias atmosféricas, los caprichos de las mareas y –en esa época– preservarse de los ataques enemigos. En verdad, los caseríos al borde del mar, de ríos o de lagos nacieron –casi– al mismo tiempo que Homo sapiens. Existen evidencias de hábitats sobre pilotes construidos en la Prehistoria a orillas del lago de Constanza, en los contrafuertes de los Alpes entre Suiza, Austria y Alemania.
Ahora ya no se trata de un recurso adoptado por poblaciones primitivas relativamente minoritarias para protegerse de las invasiones y las bestias, sino de una necesidad existencial urgente para una parte importante de la humanidad.
A pesar de los inquietantes informes que presentan desde hace 30 años los científicos del GIEC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre la Evolución del Clima), el mundo todavía no terminó de integrar la verdadera dimensión del desafío que representa el recalentamiento climático. Debido al aumento de las temperaturas, el nivel del mar se elevará entre 20 y 90 centímetros durante este siglo XXI. Antes de 2050, obligará a 140 millones de personas a abandonar sus viviendas no solo por el ascenso de las aguas oceánicas, sino también por los deshielos brutales y las fulgurantes crecidas de los ríos, según una alarmante estimación del Banco Mundial.
Sin embargo, la gestión de esa catástrofe que avanza sobre la humanidad en forma irreversible tiene –por el momento– la eficacia de una curita sobre una pierna enyesada. “Las ciudades flotantes pueden constituir una solución a esas olas masivas de migración”, afirma desde hace años el profesor Nicholas Makris, especialista de los océanos en el MIT (Massachusetts Institute of Technology). Tiene razón. La idea es magnífica, pero el esfuerzo necesitaría una movilización mil veces superior a la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, pues equivaldría a construir –desde el primer ladrillo– 10 metrópolis del tamaño de la CABA y el conurbano o 100 ciudades tan grandes como Rosario.
La Argentina no quedaría exenta de la amenaza global que tendría ese drama de proporciones bíblicas. Un ascenso del nivel del mar de apenas 50 centímetros –el doble del aumento registrado durante todo el siglo XX– amenazaría el Delta, las costas de Quilmes, la Bahía de Samborombón, la zona de Playa Unión y Puerto Rawson en Chubut, y el extremo sur del país (Río Gallegos y Río Grande). Solo en la zona de Buenos Aires, unas 600.000 personas resultarían afectadas por el fenómeno. En otra escala y con diferentes matices, el problema es idéntico al que enfrentan otras gigantescas ciudades costeras como Nueva York, Miami, Nueva Orleans, Yakarta, Ámsterdam, Hong Kong, Shanghái o Tokio.
La lucha del hombre frente a las inclemencias naturales es tan vieja como la humanidad. Un grupo de arqueólogos de la Universidad Trinity de Gales halló los vestigios más antiguos de ocupación humana en aguas marítimas profundas en una zona del actual Mar del Norte que ahora se conoce como Doggerland. En esos parajes inhóspitos ubicados entre Noruega, Inglaterra y Dinamarca hace 10.000 años vivía una comunidad que alternativamente se desplazaba entre la tierra firme y viviendas construidas sobre pilotes implantados en islotes o suelos arenosos, un modelo similar al que luego usaron los primeros habitantes de Venecia para ponerse a salvo del acqua alta. Todas las ilusiones prehistóricas de residir en forma permanente en medios acuáticos –para protegerse de los invasores y de las bestias– terminaron literalmente arrasadas por las tempestades o sepultadas por alguna inundación. Incluso experiencias más modernas –como la propia Venecia, Ámsterdam, San Petersburgo o algunos poblados asiáticos– son un relativo milagro de supervivencia que, de todos modos, están condenados a morir.
Además de las dificultades que plantea el desplazamiento de enormes masas de poblaciones, se trata de una carrera contra reloj que exigirá montos colosales de inversión. Al ritmo que subió el nivel del mar durante el siglo XX –el más rápido de los últimos 3000 años–, en 2100 el ascenso de los océanos amenazará a casi la mitad del planeta: 40 por ciento de la población mundial vive a menos de 100 km de las costas. Ninguna de las alternativas propuestas hasta ahora responde a la escala demográfica que requiere la urgencia global. Incluso en Holanda, que tiene un tercio del territorio bajo el nivel del mar, los pólderes que desde hace casi 10 siglos ayudan a evitar las inundaciones parecen ahora incapaces de resistir ese fenómeno implacable. Bajo esa amenaza, el país se convirtió en pionero mundial de las experiencias intentadas para encontrar una solución urgente y eficaz. Uno de sus primeros logros consistió en hacer funcionar una granja flotante junto al puerto de Merwehaven –cerca de Rotterdam– donde 40 vacas que nunca pusieron una pata sobre la tierra firme producen 800 litros de leche por día y algunos productos derivados. En un futuro real, no es fácil imaginar centenares de granjas amarradas a lo largo de los muelles del Mar del Norte.
La mayoría de los prototipos que han proliferado en el mundo no alcanzan –ni mucho menos– para proponer una alternativa viable a corto plazo. Otros proyectos, más ambiciosos, no lograron salir del tablero de diseño de los arquitectos.
La mansión flotante creada por el gabinete de arquitectos Waterstudio de Miami, que se estabiliza sobre pilotes o vuela a 6 metros de altura, puede ser una solución individual si prueba que es capaz de resistir a los huracanes que azotan los mares del Caribe.
En Corea del Sur, la empresa neoyorquina Oceanix aspira a inaugurar en 2025 un enjambre de barrios flotantes, contiguos a la ciudad portuaria de Busan. Ese universo de estilo Waterworld podrá acoger 100.000 personas en un sistema de 20 plataformas modulares construidas con biorock, una técnica de ingeniería ecológica también conocida como EMA (Electrolytic Mineral Accretion). Ese material procesa de manera natural los minerales del mar para formar un revestimiento de piedra caliza –tres veces más resistente que el cemento– utilizado para rehabilitar los arrecifes de coral dañados que, además, se autorreparan a través del tiempo.
El mismo grupo de arquitectos, junto con investigadores del MIT, prepara la ciudad flotante Oceanix City, que será 100 por ciento ecológica, pero su mayor inconveniente es que solo podrá acoger 10.000 personas. Ideas similares existen en Maldivas (Schoonschip, creada por la empresa holandesa Espacio & Materia) y Panamá (Ocean Builders). Todas esas soluciones minúsculas son “una quimera de vanguardismo urbanístico para millonarios excéntricos”, se escandalizó Peter Hall, profesor de planificación urbana en la escuela de arquitectura de la University College de Londres (UCL), en un libro de 1169 páginas titulado Cities in Civilization.
Por el momento, esos debates apasionantes no parecen tener demasiados efectos concretos sobre la vida de los millones de personas que contemplan inquietos cómo el agua empieza a mojarles los pies.
Especialista en inteligencia económica y periodista