Las ciudades del miedo: el costo oculto de la inseguridad
Vivir atemorizados nos aísla, nos hace más desconfiados y retraídos, nos vuelve más primitivos y conservadores, nos incomunica y, en muchos casos, nos inmoviliza o nos desalienta
- 7 minutos de lectura'
Todos los días asistimos a las escenas desgarradoras que produce la inseguridad. Las cámaras que se han colocado como elemento disuasorio nos ofrecen un registro descarnado de la brutalidad y el horror que se vive en las calles: bandas de motochorros atacan a cualquier hora, disparan a mansalva y siembran el terror; las “entraderas” –mientras tanto– se han hecho tan comunes que ni siquiera son noticia. Situaciones tan cotidianas como sacar la basura, entrar el auto o esperar el colectivo se pueden convertir, en unos pocos segundos, en una trampa mortal. Es difícil dimensionar, sin embargo, la magnitud y la profundidad de las consecuencias que provoca este flagelo en los niveles subterráneos de la sociedad. Parece un problema, pero son muchos. Vivir con miedo nos aísla, nos hace más desconfiados y retraídos, nos vuelve más primitivos y conservadores, nos incomunica y, en muchos casos, nos inmoviliza, o al menos nos desalienta. El costo invisible de la inseguridad es algo que tal vez nos cueste identificar, pero que moldea nuestros hábitos y comportamientos en varias dimensiones, además de recortar nuestra libertad en todos los planos y afectar nuestra salud.
Vivir con miedo estimula un repliegue físico, pero también psicológico. Encerrarse y recluirse se convierte en un comportamiento defensivo. Criamos a nuestros hijos con esos temores, como si la forma de protegerlos fuera aislarlos en burbujas urbanas, sociales y educativas. Les enseñamos que no hablen con desconocidos y, de un modo tal vez inconsciente, desalentamos la interacción social espontánea en cualquier ámbito que esté por fuera de esas burbujas. Nosotros mismos nos encerramos. Hay ciudades del conurbano en las que se ha marchitado la vida nocturna. Actividades sociales y culturales también están condicionadas y limitadas por el temor. Los barrios, después de las 9 de la noche, se convierten en paisajes desolados.
Hay hábitos que directamente han desaparecido o están en vías de extinción: barrer la vereda, hablar con los vecinos en la puerta, sacar a pasear el perro o simplemente salir a caminar. Los chicos crecen sin conocer su propio barrio: la esquina y “los potreros” se evocan con nostalgia. Hay una generación que no conoce la experiencia, básica pero formativa, de ir a hacer los mandados a los 10 o 12 años. Son chicos a la que los padres llevan y traen del colegio y de los clubes casi hasta el final del secundario. Parecen cosas insignificantes, pero tienen que ver con los hábitos y costumbres que tejen el entramado social. Cuando se pierde esa interacción, las sociedades tienden a fragmentarse. Se desgarra de alguna forma el tejido comunitario.
La inseguridad produce un retroceso a la idea de gueto. La propia demanda ciudadana se torna más primitiva: no se pide progreso, sino defensa. Volvemos a lo que el historiador Ben Wilson define en su libro sobre la evolución de las ciudades como “el instinto atávico de autopreservación, defensivo y preventivo, que busca la misma seguridad que en el pasado proporcionaron murallas, atalayas, ciudadelas y refugios antiaéreos”. Hoy pedimos cámaras, botones antipánico, alarmas vecinales, barrios cerrados y garitas en cada esquina. La idea de un hábitat moderno y evolucionado, con más espacio verde, menor contaminación, mayor inclusión y accesibilidad, queda postergada en función de algo más urgente: ciudades donde no nos maten.
Las urbes más desarrolladas del mundo están empeñadas hoy en reducir el uso del automóvil y extender las áreas de espacio verde con modelos innovadores como el de los jardines verticales y los museos a cielo abierto. La inseguridad, sin embargo, conspira contra esos objetivos. Entre aquellos que pueden elegir, el miedo desalienta el uso del transporte público, el hábito de caminar y la opción de la bicicleta. El urbanismo moderno propone debates que, en medio de una imparable ola delictiva, parecen lujos excéntricos. La inseguridad se convierte, entonces, en un factor que retroalimenta un circuito de atraso y subdesarrollo.
El miedo exacerba las desigualdades y debilita, entre otros factores, la sociabilidad de los adultos mayores. Los sectores más vulnerables son los que quedan más expuestos. En las zonas pobres de las periferias urbanas, el despojo de celulares, zapatillas y mochilas se asume casi como una parte del costo de salir a la calle. Hay barrios del conurbano o de Rosario en los que la condición de ciudadano es desplazada por la de sobreviviente.
Las personas mayores tienden a restringir sus salidas a lo mínimo indispensable, con lo perjudicial que eso suele ser en términos de bienestar y salud. Las secuelas psicológicas de un robo están muy subestimadas. ¿Cuántas personas sufren traumas en la Argentina como consecuencia de la inseguridad, tanto por haber sido víctimas directas como por vivir en un ambiente de vulnerabilidad y temor? ¿Cómo influyen esos traumas en reacciones como la del policía que mató la semana pasada a un delincuente que le acababa de robar la moto? ¿Cuánto incide ese factor en la peligrosa decisión que toman muchos comerciantes y vecinos de portar armas? Son preguntas que, más allá de debates espasmódicos, no encuentran respuestas rigurosas a través de estudios técnicos y científicos que permitan dimensionar la complejidad del problema. Las estadísticas –siempre dudosas y manipulables– no registran las secuelas de la inseguridad en los distintos órdenes de la vida.
¿En cuántos barrios se ha degradado la calidad del sueño como consecuencia del miedo? ¿Cuántos padres pasan noches sin dormir hasta que vuelven sus hijos? En escalas diferentes, según las zonas y los horarios en los que uno se mueva, hay factores de estrés y tensión directamente asociados al temor y la amenaza delictiva.
El costo económico de la inseguridad tampoco se analiza en profundidad. ¿En cuánto crecen los gastos fijos de una pyme o un comercio por la imperiosa necesidad de poner rejas, cámaras, alarmas y pagar seguridad privada? Cada vez es más frecuente, además, que se restrinjan los horarios y canales de atención para minimizar riesgos. Muchos negocios solo atienden con cita previa o a través de ventanillas, aunque eso implique una merma en el flujo de clientela.
Se ha naturalizado, entonces, una suerte de doble imposición. El Estado cobra impuestos, tasas y contribuciones, pero no garantiza la seguridad pública. El ciudadano debe procurarse su propia seguridad a un costo cada vez más elevado. Tampoco se mide la magnitud de los recursos y las energías que absorbe la inseguridad y que deberían encauzarse en otras direcciones. Un comerciante destina a esta problemática un tiempo, una energía y un monto de recursos que, inevitablemente, le restan a la dimensión creativa, innovadora y productiva de su propio negocio.
Todo parece insignificante frente al desgarro de familias destrozadas. ¿Dónde termina la condición de víctima? ¿En el que muere bajo las balas del delito o en el que carga con lo que Diana Cohen Agrest ha definido con conmovedor acierto como la “ausencia perpetua”? ¿En el que sufre la agresión y el arrebato o en el que vive con miedo y desasosiego por sus hijos y sus padres?
La delincuencia nos condena a una atmósfera de inseguridad que va mucho más allá del riesgo físico y de las cifras de homicidios o de robos. Atraviesa nuestra vida social y familiar, condiciona nuestras actitudes y reflejos, determina la calidad de vida en las ciudades y nubla nuestra perspectiva de bienestar y progreso. Tal vez sea indispensable poner el tema en su real y compleja dimensión. Si no empezamos por garantizar niveles aceptables de seguridad, el futuro nos quedará cada vez más lejos.