Las cartas menos conocidas de Kafka
Hay algo que sabemos desde hace tiempo: al final del camino no habremos dejado muchas cartas. Desde la aparición del correo electrónico y los mensajes de texto, aquella lenta forma de corroborar que teníamos un pasado quedó maltrecha. No es que no haya substitutos. De hecho, es posible que escribamos más, y lo hagamos con más corresponsales, pero las palabras se pierden, sin prestarles mayor atención, en la vorágine del día a día. Solo tendremos epistolario si una maquinita del futuro encuentra la manera de rastrear hasta el último de nuestros mensajes. Aunque mejor no: las misivas en papel se escribían de manera menos improvisada y, si eran comprometedoras y se llegaba a tiempo, al menos se las podía quemar.
Franz Kafka (1883-1924), contra todo, no llegó nunca a tiempo, como recuerda la reciente reedición de El otro proceso (1969), el libro en que Elias Canetti (1905-1994) diseccionó las cartas que el autor de Praga le mandó a su prometida, la berlinesa Felice Bauer. Lo hizo como si fuera una novela psicológica digna del adjetivo "kafkiano".
Sin contar la tremenda Carta al padre (que en rigor nunca llegó a manos del progenitor), la correspondencia más frecuentada de Kafka es la que le envió, en la última etapa de su vida, a Milena Jesenská. En esas páginas queda en evidencia que Kafka encontró a alguien que lo entendía intelectualmente y se muestra conmovido. Parece increíble que escribiera: "Milena, no se trata de eso, para mí no eres una mujer, eres una niña, la más niña que he visto en mi vida, no me atrevería realmente a tenderte esta mano sucia, temblorosa, mano de garra, vacilante, insegura, caliente y helada". Jesenská, que lo contactó para traducir del alemán al checo uno de sus relatos, debe haber leído con algo de reticencia esas declaraciones de lo que, para ella, no debía ser más que una amistad apasionada.
Las Cartas a Milena se conocieron en los años cincuenta. Hubo que esperar hasta 1967 para enterarse de otro intercambio, muchísimo más extenso y revelador: las Cartas a Felice.
"Cualquier vida que se conoce lo bastante bien resulta ridícula. Cuando se conoce aún mejor es seria y terrible", anota Canetti. A diferencia de Milena, Felice Bauer no fue una infatuación tardía. Kafka la conoció en una reunión en la casa de su amigo Max Brod, en agosto de 1912 y, después de algunas referencias a ella en su diario, le escribe el 20 de septiembre, recordándole que al conocerse le había dicho estar dispuesta a hacer con él un viaje a Palestina. Esa tierra prometida se traduce en otra clase de signo: el de una posible vida a la altura de las exigencias de su familia. Pronto la correspondencia se vuelve diaria. "Quizá no debería pasarse por alto –subraya Canetti– que las cartas a Felice del primer período, aunque no se perciban como cartas de amor en el sentido habitual de la palabra, contienen algo que forma muy especialmente parte del amor: para él, es importante que Felice espere algo de él". En efecto, ella lo conoció a punto de publicar Contemplación. Lo conoce ya como escritor y, en esas primeras semanas de correo, Kafka, impulsado por estar a la altura, enhebrará de un tirón "La condena", La metamorfosis y varios capítulos de América.
El atractivo de Felice es que era práctica. "Ya que tienes tal poder sobre mí transfórmame en una persona que sea capaz de lo evidente", anota el nada práctico Franz, que le habla de sus malestares físicos y del tiempo nocturno que le reclama la escritura. Un misterio (las cartas de ella no se conservaron) es cómo llegaron a comprometerse a pesar de no llevarse del todo bien y los patéticos, incluso cómicos, intentos de Kafka de alertarla sobre la inconveniencia de tenerlo a él como futuro marido. De hecho, como para arruinarlo todo, se muestra atraído por Grete Bloch, una amiga a la que Felice le envía como intermediaria. Comprometido en la pascua de 1914, las marchas y contramarchas entre los dos, de Praga a Berlín, llevaron a la ruptura que, con testigos de ambas partes, tuvo lugar en agosto, en el hotel Askanischer Hof de Berlín, algo que el escritor vivió en carne propia como un juicio.
Canetti cree reconocer el efecto de ese trauma en el arresto que sufre Joseph K. en El proceso y su absurda condena posterior. Para él, la novela –que Kafka empezó a escribir poco después de aquel acontecimiento– no es más que una escenificación memorable de su silenciosa humillación.
Felice –que no era lo que se dice una romántica– y Kafka siguieron en contacto, y se volvieron a comprometer más tarde, en 1917. Incluso llegaron a hacer juntos un viaje a Marienbad. El escritor se ampararía en una hemorragia, preludio de su tuberculosis, para que el matrimonio quedara para siempre descartado. Las Cartas a Felice son una novela real mayúscula que –suerte para nosotros, sino para su más tímido protagonista – no se produjo en tiempos de perecederos mensajes instantáneos.