Las caras de la barbarie
Hola... llegué, ya estoy adentro.
Seguramente, esa frase debe de ser top five entre las llamadas telefónicas hechas en los grandes centros urbanos.
Apenas se sienten seguros, llaman todos; desde quienes viven en cualquier sector del conurbano hasta los que habitan en edificios de barrios pobres y ricos de la Capital, pasando por quienes para trasponer el portón de entrada al country antes deben transitar por caminos secundarios poco amigables. El momento cumbre y delicioso de llegar a casa tras una larga jornada de tensiones laborales, incertidumbre y apretujones en los transportes públicos y horas de rehén en un piquete se ha transformado en la amarga frutilla del postre, en un instante en el cual todo, hasta la vida, puede perderse.
Después de la llamada de rigor, es posible que la persona se sienta atravesada por una sensación que podría resumirse en pocas palabras: qué suerte tengo; me fui temprano, anduve por el conurbano, tuve que cruzar la 9 de Julio a la altura del Obelisco, volví y estoy entero. Vivo y sin que me falte nada.
Quizá sin saberlo, millones de argentinos viven hoy ese drama: el de sentirse afortunados por estar vivos, sanos y con sus pertenencias luego de haber tenido que ir a trabajar, a estudiar o simplemente a pasear.
En su recorrido por la Capital y el conurbano se han cruzado con pelotones de Gendarmería y de Prefectura, con las policías Federal, de Cristina; bonaerense, de Scioli; Metropolitana, de Macri; municipales, chiche nuevo de intendentes, y con los muchachos en motos y autos celestes de Randazzo. Sí, todo un ejército rodea por aquí y por allá a los ciudadanos, que además se saben escrutados por centenares de cámaras que filman todo, desde un exceso de velocidad hasta un asalto a mano armada, pero cuyos largos brazos sólo son infalibles para que los infractores de tránsito reciban su boleta. Eso sí, siempre y cuando no se trate de un motoquero sin placas identificatorias. Semejante parafernalia, sin embargo, no permite al ciudadano dejar de estar aferrado a su mochila o poder usar tres minutos el celular sin meterse en un lugar seguro, pero no impide que haya, y cada vez más, asaltantes, carteristas, motochorros que balean autos y transeúntes, entraderas y salideras, vendedores de droga, limpiavidrios y "trapitos" que muchas veces aprietan y roban a la vista de todos.
En simultáneo, el ciudadano recibe mensajes que lo perturban: que las cárceles no están preparadas para rehabilitar al preso, por lo cual muchos jueces se sienten -y en muchos casos están- habilitados para devolver a la calle a sujetos que han matado y violado; que quienes han nacido y vivido en la pobreza pueden apropiarse de lo que no es suyo, sea un terreno o un par de zapatillas, aunque para ello tengan que despojar a otro que nació y vive en su misma condición; que se impulsa desde el Poder Ejecutivo el ablandamiento de penas del Código Penal; que Martín Insaurralde se olvidó de sus promesas y se escapó de su terruño de Lomas de Zamora para refugiarse de la inseguridad en Puerto Madero; que Macri se dice aliviado porque su hija se va a estudiar a Estados Unidos y se salva de la inseguridad; que el motochorro detenido por Gerardo Romano ya está libre. Y más.
El Estado, omnipresente en la economía, está completamente ausente en este rubro, y es así no porque lo digan Massa, que hoy no gobierna ni el Club Tigre, y otros opositores. ¿De quién podría ser, sino del Estado en sus distintos niveles, la responsabilidad de que mucha gente disfrute de estar viva, entera por el simple hecho de haber salido a la calle?
¿Justifica semejante desmadre la ola de linchamientos públicos que se vive por estas horas? No, decididamente no. En todo caso, la torna comprensible.
Quienes patearon hasta el cansancio al delincuente atrapado en Palermo seguramente vieron allí una manera de descargar la tensión de vivir arrinconados, temerosos de que una entradera o una salidera o un empujón en un andén los confine a ver hasta el fin de sus días una película de terror, la de su propia vida. En definitiva, vieron en ese delincuente a un enemigo al que debían sacar del medio ellos mismos porque las autoridades no son capaces de hacerlo. Y hasta contaron con la demora del 911.
En Rosario, vecinos hartos de ser robados y golpeados se equivocaron, detuvieron y apalearon a dos hombres que nada habían hecho y terminaron matando a uno. Allí se vio en su máxima expresión el peligro de la mal llamada justicia por mano propia. Pero en la ley de la selva que impera hoy por hoy todo puede ocurrir: lo de Rosario y lo del jubilado que entró a orinar en un baño de la estación Carapachay y fue atacado y brutalmente golpeado por una pandilla de jóvenes que le sacaron unos pocos pesos. En las hordas de Rosario y de Carapachay, seguramente, había progres de izquierda y derechosos retrógradas. No importa. Rosario y Carapachay son las caras más expuestas de la barbarie, la expresión de una sociedad que sintiéndose desprotegida y abandonada, hace lo que puede. Aunque sea lo que no debe. Guste o no, la ley del talión está entre nosotros.
Escribió Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: "En una buena ordenación de las cosas públicas, la masa es lo que no actúa por sí misma. Tal es su misión. Ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada. Pero no ha venido al mundo para hacer todo eso por sí". Y escribió más adelante: "Cuando la masa actúa por sí misma, lo hace sólo de una manera, porque no tiene otra: lincha".
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