Las capas geológicas del conurbano inviable
Hipertrofia demográfica, fragmentación, servicios deficitarios, exorbitante presión fiscal y oligarquización política encarnada en los “barones” son la expresión más contundente de nuestro extravío nacional
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El conurbano bonaerense constituye la expresión más contundente de nuestro extravío nacional. Así lo expresan su hipertrofia demográfica, su fragmentación, los servicios deficitarios y una exorbitante presión fiscal. También, su oligarquización política encarnada en la figura de sus “barones” y sus séquitos de clientes por arriba y por debajo de la escala social: una burguesía política opulenta aunque dependiente y afectada por una crisis de representación. Lo verifican los contribuyentes de clase media inermes y clases bajas subgerenciadas por movimientos sociales y autoorganizadas. En el medio, el inmenso mar social de la informalidad y de los negocios de la economía en negro que sostienen este statu quo postrante.
Sus sucesivos cordones circulares ofrecen paisajes de cada una de las capas geológicas durante el último siglo. Recorrer los centros de Quilmes, Lomas de Zamora o Adrogué en el sur, Haedo, Ituzaingó y Castelar en el oeste o San Isidro y Olivos en el norte evoca aquellos pueblos de “las afueras” en principio vacacionales y luego residenciales de familias acomodadas en procura de aire fresco y vida sana. Muchos de estilo inglés; huella de los antiguos gerentes ferroviarios. También, prestigiosos clubes y escuelas en donde las familias fundadoras conformaron élites locales de ubicuos exponentes en diferentes actividades de fomento. Así se conformó el primer estrato.
Ya hacia los años 20 se encendieron las primeras alarmas de congestión por aquellos procedentes de la fractura jurisdiccional entre la Capital Federal y “sus alrededores” bonaerenses. La ciudad estaba creciendo en torno de sus cinco ramales ferroviarios a la manera de una araña cada vez más robusta. Temores que se disiparon a raíz del impacto de la Gran Depresión de los 30 y su secuela de corrientes inmigratorias no ya transoceánicas, sino de los pueblos rurales de la pampa bonaerense y litoraleña.
Aquellos exponentes más esforzados de ultramar dedicados a la agricultura debieron transmutarse en trabajadores de una industria protegida, de baja tecnificación pero muy intensiva en mano de obra. Durante los 20 años siguientes se configuraron los dos cordones periféricos que le dieron espesor a una de las aglomeraciones más grandes del mundo. Su promiscuidad urbana solo fue morigerada por nuestra debilidad demográfica y la consiguiente inexistencia, como en el resto de América Latina, de una densa y multitudinaria masa campesina.
Problemas que salieron a la luz a raíz del censo nacional de 1947; y que determinaron a las autoridades provinciales a articular, por fin, un plan conjunto con la Capital y la Nación de manera de hacer frente a los “nuevos problemas sociales, sanitarios y estéticos” y a “maniobras especulativas que ponían en riesgo una convivencia vecinal orgánica”. Se denominó a los 19 municipios Gran Buenos Aires, y se asumió el compromiso de constituir una urgente Comisión Asesora con su Junta Consultiva adjunta. Pero el proyecto fue abandonado a raíz del ajuste de 1951; el primero de una larga serie durante las dos décadas siguientes al compás de la prosecución de una industrialización espasmódica. Ya por entonces el segundo estrato lucía consolidado en torno de 6 jurisdicciones linderas con la Capital: Avellaneda, Lanús, Quilmes, Lomas de Zamora, La Matanza, San Martín y Vicente López.
Hacia los 60, la inestabilidad política, la inflación y el carácter sincopado del crecimiento dejaron al conurbano bonaerense a la deriva. Los recortes fiscales de los sucesivos programas estabilizadores suscitaron hacia 1966 la crisis de la producción azucarera tucumana y algodonera chaqueña. Punto de partida de un nuevo torrente de inmigrantes internos seguidos por otros de los países limítrofes que le darían forma al tercer estrato en torno de los municipios de Quilmes, Esteban Echeverría, Florencio Varela, San Isidro, San Fernando, Tigre y General Sarmiento.
El último régimen militar condensó la tormenta que habría de precipitarse en los albores de la democracia: en procura de la “descongestión” de la Capital –aunque no sin una carga de prejuicios étnicos y sociales– se desalojaron varias villas, cuyos habitantes se refugiaron en hogares de familiares o allegados en el conurbano, en donde, a su vez, se prohibió el régimen de loteos. La prosecución de la inmigración y la crisis de la industrialización protegida generaron una olla a presión que en los 80 detonó en ocupaciones masivas de tierras públicas y privadas casi nunca aptas para la habitabilidad humana. Un cuarto estrato le confería volumen al anterior extendiendo una mancha urbana esta vez en torno de sus rutas radiales: las 2, 3, 5, 7, 8 y 9.
Los nuevos asentamientos fueron en general tolerados como compensación de los rigores autoritarios, obligando a los municipios a acompañar su urbanización para evitar que se tugurizaran. Pero todo quedó a mitad de camino. No se llegaron a regularizar ni dominios de propiedad ni servicios públicos indispensables. La última capa fraguó, así, bajo el signo de una anomia que, no obstante, incubó el ordenamiento sociopolítico administrativo de la nueva pobreza. Germinó merced a una fisiología entre referentes sociales, punteros y una burocracia municipal abocada a funciones que desbordaron las tradicionales de alumbrado, barrido y limpieza.
Su lógica se sustenta en un círculo vicioso: a más funcionarios, más presión fiscal; a recursos insuficientes, más dependencia provincial y nacional. La penuria tiende a resolverse mediante subrepticios dispositivos de emergencia que sortean los límites de la legalidad: los ingresos de las actividades económicas informales (La Salada es su ejemplo más emblemático) les garantizan a las partes aquello que los exhaustos presupuestos no les pueden proveer: en los barrios populares, dinero blanco o negro y eventualmente trabajo; y en los centros, “ordenanzas de excepción” para la construcción de torres transgrediendo el Código Urbano.
El quinto estrato se sostiene, entonces, merced a dos arcos de colusiones venales: por arriba, estudios de arquitectura, constructoras e inmobiliarias explotadoras de mano de obra informal. Por abajo, vista gorda de sectores de la policía, la Justicia y la política respecto de bandas de robacoches, desarmaderos, piratas del asfalto, escruchantes, narcomenudistas y talleres textiles clandestinos radicados en guetos inmigratorios al abrigo de la visibilidad pública con fuerza laboral aportada por la trata en condiciones serviles o de esclavitud. La crisis de representación ha tendido a expresarse durante los últimos años en la demanda vecinal de autonomía de localidades respecto de sus municipios, con el indudable noble propósito de aproximar a dirigentes y ciudadanos. Sin embargo, allí en donde se sustanciaron esas fragmentaciones han arrojado resultados subóptimos, cuando no contraproducentes.
Fueron solo tres: Ezeiza, dividida entre su núcleo, Carlos Spegazzini, y La Unión; Morón, en torno de su localidad, a las que se sumaron las comunas de Hurlingham e Ituzaingó; y la más desastrosa de General Sarmiento entre San Miguel, José C. Paz y Malvinas Argentinas. La experiencia parece indicar que la fórmula minimalista, lejos de descomprimir, genera más burocracia parasitaria, presión fiscal y servicios públicos menos eficientes. Tal vez sea más interesante meditar una vía alternativa: la de integrar a los municipios en unidades más vastas e inscriptas en la problemática mayor de la PBA y de la regionalización del país en general. Solo para empezar…
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos