Las campañas electorales, fuera de lo que dicta la ley
En 2011, el Congreso de la Nación, con el suntuoso nombre de ley de democratización de la representación política, la transparencia y la equidad electoral, llevó a cabo una profunda reforma del sistema electoral.
Entre los mecanismos a los cuales se acudió en procura de una declamada equidad y democratización, la ley impuso límites estrictos a la publicidad electoral, prohibiéndola fuera del período fijado para la campaña, que ha de extenderse, recordemos, entre 35 días y 48 horas antes de los comicios.
Ese límite resulta draconiano por la amplitud prodigiosa con la cual la ley define a la campaña electoral, entendida como un conjunto de actividades desarrolladas por las agrupaciones políticas, sus candidatos o terceros mediante actos de movilización, difusión, publicidad, consultas de opinión y comunicados, presentación de planes y proyectos, debates, en fin, destinados a captar la voluntad política del electorado.
Si tomáramos al pie de la letra esa definición de la ley, los locales partidarios deberían cerrar al público, y sus integrantes, emulando a antiguos druidas, tendrían que mantener reuniones secretas durante la mayor parte del año.
Esa legislación, que intenta democratizar silenciando a las agrupaciones y a los candidatos, desde lo teórico auspicia la paridad de condiciones en la competencia política. En la práctica, sin embargo, consagra la más asombrosa desigualdad, porque deja la puerta abierta para que los oficialismos, de cualquier signo, gasten ingentes sumas de dinero en una publicidad oficial cuya única finalidad es la de captar la voluntad de los votantes.
La dureza de las exigencias impuestas a los partidos políticos y en general a los particulares contrasta con la ilimitada discrecionalidad que se reservan quienes están en el poder.
Fútbol para Todos, los colores amarillo y naranja, o la desvergonzada utilización de nombres propios para identificar el accionar de los entes estatales son meros ejemplos de la promiscuidad en la que se confunden los anuncios oficiales y el marketing partidario.
La reforma electoral de 2011 estableció límites que muchos consideramos absurdos e incompatibles con la protección que nuestro régimen constitucional proporciona a la libertad de expresión. Pero eso no justifica el colosal espectáculo de ilegalidad con el cual se regodea todo el sistema político argentino.
Aun cuando nos esforcemos, no encontraremos candidato o facción política que desde hace meses no integre la onerosa pegatina diaria que contamina la visual de las ciudades, o que se prive de intentar captar votos en debates televisivos que concluyen en previsibles agresiones personales. Y no son pocos quienes recurren al difundido recurso de las coberturas pagas o la publicidad encubierta.
Entre semejante fandango de ilegalidad, sólo se ha escuchado la queja, tan solitaria como valiosa, que por estos días efectuó la Cámara Nacional Electoral. En un meritorio testimonio, sus integrantes denuncian la desigualdad que trasunta la publicidad electoral anticipada y el alto grado de opacidad que ella genera respecto de las fuentes de financiamiento.
Quizás el camino por seguir consista en lograr objetivos realizables. Regular la publicidad oficial y limitarla a su mínima expresión los meses previos a los comicios, asegurar la visibilidad de todos los candidatos y poner especial acento en el origen y la trasparencia de todos los gastos de campaña. No es mucho, pero es elemental y hoy no lo tenemos. Mientras tanto, entre regulaciones escandinavas y prácticas caribeñas, naufragamos en un océano de ilegalidad.
La violación de la ley, en sí misma indeseable, adquiere una significación mucho mayor cuando advertimos que con ella se afectan los pilares de la contienda democrática, y que sus participantes, oficialistas y opositores, transgreden de modo sistemático la regulación que ellos mismos imponen.
El autor es abogado
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