Las cámaras de alquileres: ¿aberración o venerable tradición?
La idea de crear unas cámaras de alquileres con representación de propietarios, inquilinos y el estado –incluida en el proyecto de reforma de la malograda ley de alquileres vigente, que presentó el oficialismo en el Congreso– no es un invento kirchnerista, peronista, ni para el caso argentino. Antes bien, los tribunales especiales para regular ciertos contratos y atender los conflictos entre las partes fueron moneda corriente en diversas partes del mundo occidental desde el temprano siglo XIX y alcanzaron su punto culminante en la primera mitad del siglo XX.
En efecto, al despuntar el siglo XIX fueron creados en Francia los Conseils de Prud’hommes, organismo colegiado con representación de patronos y trabajadores que se encargaban de dirimir conflictos, guiados por el principio de la conciliación. Con el agregado de un representante estatal, estos organismos fueron replicados más tarde en Italia (con los Collegi di Probiviri) y otros países europeos, pero también en lugares más remotos como los tribunales de conciliación y arbitraje de Australia o Nueva Zelanda.
Pero fue en la primera mitad del siglo XX cuando se afianza en el mundo jurídico e institucional de Occidente tanto la legislación protectora de trabajadores y locatarios como la idea de que solo unos tribunales especiales podían aplicarla cabalmente. En los albores de esa centuria, un grupo muy heterogéneo de “reformistas”, que iban desde sectores de la Iglesia Católica y del socialismo hasta representantes diversos del mundo académico y jurídico, movidos por los efectos negativos de la revolución industrial –que se manifestaba en condiciones de trabajo inhumanas, jornadas interminables, y viviendas hacinadas y precarias–, comenzaron a cuestionar los fundamentos mismos del orden liberal en que se basaba el mundo capitalista, bajo una premisa básica: ese orden de cosas, de injusticia social, indicaba claramente que tanto el laissez-faire como la idea de la propiedad privada como principios sagrados y absolutos no conducían al bienestar general, sino todo lo contrario. Y por lo tanto, era necesaria una intervención del estado para reparar, contener o revertir esas injusticias y abusos provocados por las fuerzas del mercado.
En su expresión jurídica, esto se manifestó como una crítica al derecho civil, en particular al Código Napoleón de 1804, que marcó la pauta de buena parte de similares códigos en Europa y América. Éstos –argumentaban estos reformadores– pertenecían a una época previa al desarrollo del capitalismo fabril y por lo tanto resultaban inadecuados para dar respuesta a los desafíos que planteaba la nueva “cuestión social”. En particular, porque se basaban en la idea errónea de la igualdad de las partes y de la llamada “autonomía de la voluntad”. Es decir, la idea de que en un contrato de locación o de trabajo, ambas partes entran en igualdad de condiciones, libremente y sin ningún condicionamiento o limitación.
Por el contrario –sostenían– dichas relaciones contractuales se establecían entre dos partes esencialmente desiguales, una dominante y más poderosa y otra que por sus circunstancias es más “débil” y era por tanto función del estado intervenir en ellas para contrarrestar esa disparidad de fuerzas estructural. Este “principio protectorio” está en la base de todo el derecho del trabajo –pero también del derecho agrario y otros que se engloban en el llamado derecho social– que no sin dificultades y luchas se fue imponiendo en el mundo, independizándose del derecho civil y constituyéndose como rama autónoma.
El triunfo de estas ideas se tradujo en toda la legislación social que afloró en el mundo occidental durante el siglo XX (de la jornada de ocho horas al descanso dominical, de la indemnización por despido a la prohibición del trabajo infantil, así como de leyes de arrendamiento y de alquileres urbanos que, aun con modificaciones, tienen vigencia hasta hoy) cuyo propósito fundamental y explícito era la protección del más débil frente a cualquier intento de abuso o explotación por parte del más poderoso –razón por la cual son “de orden público”, es decir, irrenunciables: nadie puede aceptar un trabajo por un salario menor al que establece el estado o un contrato de alquiler por plazo menor que el que dispone la ley–.
Paralelamente, esas ideas se tradujeron en la conformación de tribunales especiales en buena parte del mundo, inspirados en la misma idea que la legislación social: que los tribunales civiles eran inadecuados para aplicar el “nuevo derecho”, como lo bautizó en nuestras latitudes Alfredo Palacios. Nacieron así, en gran parte de Occidente, los tribunales del trabajo, así como diversas cámaras para atender los conflictos contractuales entre locadores e inquilinos. Muchos de estos nuevos tribunales se conformaron en base al principio corporativo tripartito, con representantes de cada una de las partes y un tercero del estado.
En la Argentina, se asocia el surgimiento de ambos tipos de tribunales con el peronismo, con relativa justicia. Y esto porque, si bien había antecedentes en el país y la región fue Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión el que crea los primeros tribunales del trabajo del país en la Capital Federal en 1944 y el que crea tanto las Cámaras de Alquileres como las Cámaras de Arrendamientos Rurales, en 1943 y 1948, respectivamente.
A diferencia del sistema de tribunales del trabajo, que se pusieron en manos de jueces profesionales, dichas cámaras siguieron el principio corporativo, con representantes de los inquilinos (o arrendatarios), los locadores y el estado. Estos organismos, que funcionaban en la órbita del Poder Ejecutivo, se encargaron de resolver todos los conflictos que surgieron entre locadores y locatarios durante sus años de existencia (que trascendieron los de los primeros gobiernos peronistas), quitándole jurisdicción a los tribunales civiles. Conflictos que por otro lado fueron numerosos y se multiplicaron, ya que regía en el país un congelamiento del precio de alquileres urbanos y arrendamientos rurales, la prórroga indefinida de los contratos y la suspensión de los desalojos, medidas que se habían inaugurado en el país en las vísperas del peronismo, como respuesta a la emergencia de la Segunda Guerra Mundial, pero que Perón prorrogó una y otra vez hasta que fue derrocado. Es por esta razón que la memoria de estas cámaras causa escozor entre los sectores propietarios de ayer y de hoy y cotizan alto entre los muchos agravios que tienen éstos con el peronismo de la primera hora.
Las cámaras de alquileres que hoy proponen algunos parlamentarios del oficialismo pueden ser una mala idea o una solución inadecuada a la grave crisis del mercado inmobiliario. Pero lo que seguro no son es una “loca idea”, que representa el colmo del estatismo irracional –como parecen sugerir algunos debates mediáticos– sino que recogen una venerable tradición de protección del más débil frente al libre juego del mercado, presente en todo el mundo desde muy antiguo y sostenido por figuras emblemáticas de un amplio reformismo progresista de heterogéneos orígenes ideológicos, de Jean Jaurés al papa León XIII.
Quizás recordar los orígenes históricos de estas instituciones y los loables propósitos que los inspiraron, lleve a promover un debate que pueda superar la superficie de las cosas y no quede en medio del tiroteo cruzado de la inefable grieta, que es siempre superficial e improductivo. Y con ello reflotar la pregunta básica que, por más que los tiempos han vuelto a cambiar, sigue vigente: ¿están las partes contratantes en igualdad de condiciones? Y si no lo están, ¿debe el estado intervenir?
Historiador. Investigador del Conicet