Las aventuras de Alicia y los malentendidos
¿Por qué un personaje sobrevive a su tiempo al punto de terminar convenciéndonos de su improbable realidad? Cada ejemplo tiene su razón particular de ser (no es lo mismo Hamlet que el Quijote), pero el encanto inmediato de Alicia parece residir en que, a pesar del paso del tiempo, se sigue pareciendo a todos los chicos que le siguieron. Para la época en que se dio a conocer Alicia en el País de las Maravillas, en 1865, los libros dirigidos al público infantil eran sobre todo manuales de comportamiento, repletos de moralejas didácticas y ramplonas. La criatura que Lewis Carroll esbozó en el corazón de la era victoriana no se parecía en nada a sus modosas compañeras literarias de entonces. Alicia emergía del extraño mundo de sus peripecias sin sacar ni legar ninguna enseñanza provechosa. Era una cuestión de actitud: su única guía por el reino de la fantasía pura era la curiosidad sin más.
La libertad exploratoria del personaje cobra hoy toda clase de modulaciones. Fue así que una sosías de hoy -mi hija, que se le parece en curiosidad- me arrastró a ver la versión de Alicia a través del espejo. La película, con su colorido despliegue visual, y a pesar de las circunvoluciones algo barrocas de la trama, la conquistó en la misma medida en que a mí me causaba una dosis de desconcierto. Si bien ahí están muchos de los personajes de Alicia a través del espejo (la continuación de Alicia en el País de las Maravillas, que Carroll publicó en 1872), la historia no se parecía en nada a la obra que, supuestamente, le servía de original. Alicia, joven intrépida, es capitana de un barco que surca los mares y, de regreso a casa, se introduce (como sí ocurre en el libro) en un espejo para iniciar una aventura desconocida: retroceder en el tiempo, dentro de ese mundo fabuloso, para dilucidar el enigma familiar que trauma a El Sombrerero, uno de los personajes.
Es un signo de los tiempos: Alicia se convierte en heroína titánica y el resto de la comitiva, en psicológicas figuras del montón. Sólo alguna escena se entretiene con los juegos de palabras, como si de pronto recordara que al menos le debía ese homenaje al espíritu lúdico de Carroll, porque Alicia a través del espejo -el libro- está construido, además de su estructura ajedrecística, alrededor del lenguaje, su lógica y sus sinsentidos. Baste recordar el capítulo en que la protagonista se encuentra con Humpty Dumpty, esa figura ovoide que el escritor tomó de una canción tradicional. El diálogo entre Alicia y el fatuo personaje es desopilante, en el mejor estilo del nonsense. Alicia se ve enredada en la más pura literalidad ("Qué edad me dijiste que tenías", le pregunta Humpty Dumpty. "Siete años y seis meses", le responde ella. "Falso -retruca la extraña figura-. Nunca me lo dijiste") o en el disparate verbal (como cuando Humpty analiza los primeros versos de "Jabberwocky", poema hecho de palabras incomprensibles).
Se diría que Lewis Carroll estaba inventando la reflexión sobre los signos que obsesionaría al siglo siguiente, uno de los tantos hallazgos que reflejan su variedad de intereses. Charles Dodgson (así se llamaba en realidad) se formó en una familia intelectualmente omnívora. Ya en su infancia, hacía con sus muchos hermanos una revista familiar donde daban rienda suelta a su gusto por los juegos de palabras. Se dedicó a la enseñanza y las matemáticas, mientras continuaba en sus tiempos libres escribiendo versos cómicos y paródicos. La anécdota de cómo surgió su libro más famoso es conocida: en un paseo en bote con las tres hijas de su amigo H. G. Liddell, comenzó a improvisar una historia cuando Alice, una de ellas, le hizo prometer que la convertiría en libro.
Más allá de sus memorables pirotecnias verbales, a Lewis Carroll también le interesaban las imágenes. Muy temprano, en 1856, comenzó a experimentar con una técnica que recién se iniciaba: la fotografía. Llegó a tener estudio propio y durante al menos dos décadas se dedicó a esa novedosa actividad. Un gran porcentaje de las fotos que se conservan son imágenes de niñas, incluidas varias de Alice Liddell. Esas fotos, muchas de ellas sugestivas, no despertaron mayor escándalo hasta que uno de sus biógrafos, pocas décadas atrás, sugirió que revelaban una perversión sublimada del autor. La idea fue relativizada por diversos especialistas en historia de la fotografía: esa clase de estampas, aseguran, eran frecuentes en la época victoriana, cuando se las consideraba símbolo de inocencia infantil. Imposible saber quién está en lo cierto, pero tal vez convenga decantar por la sensibilidad artística de Lewis Carroll. La sencillez de la Alicia original confrontada con su temeraria versión actual en la pantalla recuerda que leer el pasado con ojos contemporáneos, sin prestarle la atención que se merece, sólo puede ser fuente de malentendidos.