Las aulas deben ganar autonomía y poder de decisión
La calidad de la enseñanza y la inclusión deben ser metas evaluadas por cada institución, dentro de un marco común
La frase es la coartada perfecta: "Los cambios en educación tardan 20 años en concretarse". Y se usa para justificar la parálisis del sistema educativo argentino.
Para ilustrar la situación, recordemos que el régimen laboral docente es de 1958, que las pautas que regulan la vida cotidiana de las escuelas llevan medio siglo y que es aún más antigua la organización de asignaturas y evaluaciones de las escuelas secundarias: doce materias con doce profesores, exámenes en diciembre y en marzo; las "materias previas" llegan al siglo de existencia.
Hubo intentos de reforma y algunas provincias han encarado con seriedad cambios relevantes. Pero no han sido siempre en el sentido correcto y han tenido problemas para mantenerse en el tiempo. Por otro lado, los mejores intentos se ven constreñidos por una normativa añeja e intocable. Un ejemplo dramático: las autoridades de una jurisdicción decidieron -con las mejores intenciones- designar directores por concurso en todas las escuelas de la provincia siguiendo la letra de las leyes vigentes. ¿El resultado? El proceso ya lleva cuatro años y aún no fue resuelto.
En la medida en que las escuelas sean terminales burocráticas de los ministerios de Educación, el esfuerzo de los educadores será muy limitado. Por un lado, las escuelas públicas tienen poco margen de maniobra para construir una propuesta pedagógica eficaz frente a los constantes cambios sociales, tecnológicos y culturales. Por otro lado, el gobierno ministerial jerárquico y vertical, que fue efectivo a mediados del siglo XX, hoy no es más que su sombra patética, incapaz de gobernar las escuelas. El resultado es el peor de todos: las rígidas "vías jerárquicas" y los vetustos "circuitos administrativos" operan, paradójicamente, generando un escenario de anomia o multinomia en el que nadie (ni educadores ni funcionarios) se hace responsable de la baja calidad educativa y de la exclusión de miles de alumnos.
¿Por qué el aumento de la inversión en educación no ha brindado los resultados esperados? Por supuesto que hace falta más dinero, pero sólo con dinero la educación no mejora. Hace falta también que los recursos lleguen efectivamente a las escuelas y que éstas tengan grados de autonomía para decidir sobre la base de un zócalo común nacionalmente consensuado, haciéndose cargo de logros y dificultades. Por eso, los ministerios deben rediseñar sus estructuras para volcar todos los recursos públicos (pedagógicos, financieros, etc.) para apoyar a cada institución.
Además, las diferencias interprovinciales en el gasto por alumno son absolutamente injustas e inadmisibles: la inminente discusión por la coparticipación federal de impuestos podría empezar por la garantía de financiamiento estatal para cada alumno en la Argentina.
Como telón de fondo, los sectores de ingresos medios han salido, mayoritariamente, de las escuelas públicas ya desde los años 60 del siglo XX, una tendencia que tuvo su auge en este siglo. Este fenómeno crucial actúa como un espejismo en el que las clases medias aspiran a su ilusoria autosalvación, ampliando la segregación socioeconómica entre escuelas: la peor de las grietas. La privatización educativa priva a la educación pública de su agente más dinámico, ya que los sectores medios -a diferencia de los más empobrecidos- pueden tener en la educación una prioridad por encima de su subsistencia y, además, su pertenencia a familias con más historia escolar permitiría una acción más informada. Por el contrario, su retiro deja a un único actor en pie en el debate político-educativo: el sindicato docente. La reconstrucción de la confianza de las clases medias en la educación pública es una tarea primordial.
Los cambios en educación no demoran veinte años. Muchos de sus efectos son inmediatos y, aunque algunas de sus consecuencias requieran más tiempo, las mejoras en las regulaciones, los incentivos y las identidades reordenan constructivamente la práctica escolar. Un ejemplo es el trabajo docente, regulado por normas provinciales que atan los aumentos salariales sólo a la antigüedad en el cargo. Eso es pernicioso para la actividad educativa, dado que enseñar innovando y comprometiéndose no tiene reconocimiento salarial alguno. Eso no es obstáculo para que muchos educadores innoven y se comprometan a pesar de todo, remando contra la corriente. Imaginemos cuánto se mejoraría si se reconocieran la innovación, la formación y el compromiso de los educadores.
Dentro del zócalo común, un esquema que podría aplicarse de inmediato es la responsabilidad por la calidad y la inclusión. Las escuelas podrían elaborar un proyecto escuela consistente en un plan de mejora con metas públicas, precisas y evaluables formulado en cada institución, por cada curso o asignatura y para cada alumno (en estos casos sin publicarlo, obviamente). El proyecto escuela sería perfilado al inicio de cada ciclo lectivo sobre la base de un diagnóstico preciso y podría ser reformulado durante el receso invernal y evaluado a fin de año. Cada docente transmitiría a familias y alumnos los resultados del diagnóstico y explicaría las metodologías para alcanzar objetivos concretos. Sobre el final del año, cada escuela y cada docente informarían sobre los resultados obtenidos.
Ningún chico quedaría fuera del proyecto escuela. Los alumnos que no alcancen las metas o que abandonen no pueden ser sino el centro de la política educativa macro y microescolar. ¿Hay, acaso, algo más importante que recuperarlos?
A mayor autonomía combinada con capacitación, apoyo, recursos y evaluación, mejores serán los resultados y mayor la responsabilidad por lo actuado por parte de cada estamento del sistema educativo. Con el proyecto escuela no se terminarían todos los problemas, pero se identificarían las verdaderas dificultades, las que ameritaran soluciones precisas, profesionales y a veces innovadoras. Dificultades en situaciones donde las condiciones socioeconómicas desafían la práctica pedagógica y la equidad se imponen sobre cualquier pretensión de eficiencia.
Las escuelas deben ser unidades de decisión. Si no lo son, ¿para qué evaluarlas? Las pruebas Aprender deben ser un recurso más para desplegar las posibilidades pedagógicas y ampliar las oportunidades educacionales de los estudiantes
Para las escuelas secundarias esto es más necesario aún, dado su nivel de deterioro. Implementar reformas enlatadas anticipa nuevas frustraciones, como lo demuestran las experiencias de los 90 y 2000. Las innovaciones endógenas y el crecimiento orgánico de cada escuela son el único camino firme.
No hay que asustarse por confiar en los educadores: ellos van a entregar lo mejor de sí. Con reglas claras y constructivas las escuelas van a educar más y mejor. Ya probamos con recetas jerárquicas, burocratizadas y autoritarias. También probamos con la privatización de la educación y con propuestas banales y preenvasadas, y la degradación se acentuó. Ya constatamos el poco volumen político y técnico de los gobiernos para indicarle a cada escuela qué tiene que hacer.
Zócalo común para articular el sistema y proyecto escuela para gestionar las instituciones, con la mayor autonomía y el mayor apoyo estatal, son condiciones necesarias para reparar y mejorar en serio.
Profesor de la UTDT y miembro de Pansophia Project