Las anomalías congénitas de un sistema político exhausto
Descomposición anárquica, uniones forzadas, nepotismo obsceno y vocación bulímica por el poder, resultados del experimento “vicepresidencialista”
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La política argentina exhibe una lamentable descomposición. Así lo evocan las dos fuerzas políticas herederas de los grandes partidos detonados a principios de este siglo: el PJ y la UCR. La Alianza del radicalismo con el Frepaso –una mixtura de los sucesivos desprendimientos del peronismo en oposición a las políticas menemistas con otros sectores “progresistas” de la Capital Federal– condujo al gobierno errático de Fernando De la Rúa. Fue desde entonces que el sistema fundado en 1983 comenzó a crujir hasta llegar a la anomia contemporánea.
El presidente no contaba con el aval del jefe de su partido, Raúl Alfonsín; y su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez, renunció a seis meses de haber asumido. Sumido en la perplejidad de las pujas internas, De la Rúa recurrió a Domingo Cavallo, emblema de la estabilización de los 90, como ministro de Economía. Fue inútil por una conjunción de razones internas y externas. Su gobierno saltó por los aires durante el estallido social de diciembre de 2001. Si se trató de una fuga sin resistencia o de una nueva modalidad de golpe de Estado todavía está en discusión.
En la oposición peronista, mientras tanto, el conflicto entre el expresidente Carlos Menem y el exgobernador Eduardo Duhalde ya había reducido al tan trabajosamente edificado PJ a una federación de fuerzas provinciales. Tras la renuncia de De la Rúa, sobrevino el caos social y político bien reflejado por la breve presidencia –Asamblea Legislativa mediante– del gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saa. Flanqueado por movilizaciones disruptivas casi cotidianas, que terminaban con el incendio o la depredación de lugares públicos capitalinos, acabó renunciando tras huir de la residencia presidencial de Chapadmalal ya a buen resguardo desde su pago chico.
El gobierno recayó entonces en el senador Duhalde, luego de una discusión desopilante sobre si el presidente provisional debía completar el mandato del renunciado De la Rúa o convocar a elecciones en 180 días. Se acabó acordando la primera opción. Pero seis meses después, un conflicto en la Estación Avellaneda entre la Policía Bonaerense y un grupo piquetero terminó con el asesinato de dos manifestantes. Duhalde, mirándose en el espejo de sus predecesores, adelantó la convocatoria a elecciones y la entrega del gobierno. Pero el trámite interno dentro del peronismo fue nuevamente anómalo. Se cambiaron las reglas de juego –como se intenta hacer hoy tratando de suprimir a las PASO– hasta implantar la mal reputada Ley de Lemas practicada en varias provincias.
El desprestigio del conjunto de la dirigencia se expresó en sus resultados: el candidato oficialista, el gobernador de Santa Cruz Néstor Kirchner, resultó segundo; pero el otrora jefe indiscutido del peronismo, Menem, obtuvo solo una cuarta parte de los sufragios. Su fuga de la segunda vuelta colocó en el sillón de Rivadavia al gobernador santacruceño con solo el 22,5% de los votos. El viejo partido radical solo obtuvo un 2%. Nótense tres anomalías: el candidato derrotado en las elecciones de 1999 finalmente se hizo con el poder, sucedido por quien resultó segundo. Nació, así, el sistema político hoy exangüe, inaugurado por el curioso y sin precedentes fenómeno de presidentes tránsfugas.
El nuevo mandatario debió disipar las sospechas de su dependencia de su compañero antecesor, sobreactuando el papel de ciudadano indignado por la bochornosa corrupción de los 90. Pero detrás de su impostada austeridad republicana en nombre de la recomposición de la mellada autoridad presidencial, se ocultaba una vocación autoritaria de frondosos antecedentes durante sus gobernaciones. Exhibió desprecio por sus orígenes partidarios, se alió con un sector del “progresismo” antimenemista apropiándose de sus banderas, y apostó a absorber al radicalismo intentando reeditar el designio alfonsiniano de un “tercer movimiento nacional”. Con resultados electorales por debajo de sus antecesores, aunque doblando los originales, se hizo suceder en 2007 por su esposa Cristina Fernández. Pero el absurdamente prolongado conflicto con “el campo” de 2008 lo refugió en su hasta entonces despreciado PJ; asumiendo su presidencia para compensar el abandono de sus aliados radicales y de una minoría del progresismo porteño de veras republicano.
La sucesión conyugal marcó otro retroceso de la democracia inaugurada en 1983, retornando a la vieja tentación patrimonialista de traumática memoria en 1952 y 1973, luego imitada por gobernadores e intendentes. Tras el fallecimiento de Kirchner, su viuda fue reelecta por el memorable 54 % luego del retroceso electoral de 2009. Resultado correlativo al clima eufórico de los precios de nuestras commodities tras el paréntesis de la crisis internacional de 2008-2009, y en medio de una reforma profunda de la administración de la pobreza que transformó al conurbano bonaerense en su bastión inexpugnable. Sin embargo, desde 2008 había comenzado una sigilosa fuga de capitales desconfiados de la indescifrable naturaleza subyacente del régimen. Tras dos derrotas electorales, en 2013 y 2015, el FpV fue vencido por un puñado de votos en la segunda vuelta de las elecciones de 2015.
Triunfó la novedosa coalición electoral de PRO, producto de la autonomía capitalina conquistada por la reforma constitucional de 1994, con la UCR y la CC. La gestión de Macri no quiso o no pudo cumplir su determinación de pulverizar la inflación, emprender reformas de fondo, ni lograr la voluntarista “pobreza 0″. El kirchnerismo, en los hechos, no digirió su derrota. La expresidenta se negó a entregar los símbolos del mando a su sucesor y su facción le auguró al nuevo gobierno el mismo destino que el de De la Rúa. La crisis cambiaria de 2018 convirtió el resto de su mandato en un vía crucis hasta la entrega del poder a la original modalidad mundial pergeñada por una candidata a vicepresidente eligiendo a su presidente. Por entonces, el sistema inaugurado en 2001 ya sumaba, como poco, siete anomalías institucionales.
A tres años, los resultados del experimento “vicepresidencialista” están a la vista: descomposición anárquica, uniones forzadas y defensivas, un nepotismo obsceno convertido en normalidad y una vocación bulímica por un poder alejado de la penuria social generalizada por la inflación y la informalidad. La oposición de JxC no le va a la saga en la carrera de egos y de proyectos reducidos a consignas. El hartazgo se percibe en las últimas mediciones: ambas coaliciones están drenando votantes por izquierda y por derecha. Por ahora, la frustración se expresa en el interior de un tejido social astillado que oscila entre la apatía, el pesimismo y erupciones de violencia implosiva siempre a un tris de situaciones cuyo eventual desenlace puede encender una hoguera mucho peor que la de 1989 o la de 2001.
No es para menos: una economía estancada desde hace más de una década, una pobreza que alcanza a la mitad de la población, los daños y ofensas infligidas a nuestras laboriosas clases medias sumidas en la angustia de la partida indetenible de sus hijos. La ascendente crisis de representación incuba el riesgo de las aventuras autocráticas cuando el cumulo de anomalías, la disolución, y el bloqueo de toda iniciativa de cambio responsabilicen al pluralismo de disolvente y de la necesidad de conjurarlo en nombre de la “unidad nacional”. No es necesario recurrir a ejemplos de otros países para saber cómo empiezan y como terminan esas tragedias.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos