Lanata es malo-malo, y es el jefe de la oposición
En la previa a una multitudinaria entrevista pública que ofrecimos durante los últimos días de marzo en la Feria del Libro, mientras tomábamos algo en el mismo camarín donde hacía un año exacto yo conversaba de literatura con Mario Vargas Llosa, le pregunté a Jorge Lanata qué habría pasado si el kirchnerismo nos hubiera sorprendido a los veinte años. Jorge se quedó un segundo en silencio, con una sonrisa suspendida. Y entonces yo me anticipé con otra pregunta: "¿No nos hubiera llevado puestos?"
Tuvimos que vivir, leer, viajar, madurar, envejecer, y sobre todo tuvimos que "ver demasiado" como para ser inmunes a cualquier poder y como para no comprar una ilusión. O tal vez hay una explicación más simple: el rol de periodistas, la decisión de observar crítica y escépticamente al poder, se transformó después de tanto tiempo en la única forma que tenemos de ver y estar en el mundo. No digo esto con orgullo, sino con melancolía. Como sea, tuve que pronunciar una tercera frase aquella noche. "Creo que a los veinte años yo me hubiera enamorado perdidamente del kirchnerismo. Vos, ¿no?". Jorge, que siempre ha sido el periodista más creativo de mi generación, y que es además un tipo lleno de ternura, empezó a negar con la cabeza. Y al final de tanta negación me dijo: "No creo, no creo, son demasiado truchos".
Recuerdo esa respuesta de Lanata cada domingo, cuando lo veo en acción. Su programa es extraordinario, funda un nuevo género, y es seguido con devoción por millones de personas. Para mí es evidente que la ideología de su programa conecta con aquella definición íntima. Tal vez Lanata no esté de acuerdo , pero pienso que esa ideología podría traducirse de esta manera: "El kichnerismo es trucho y yo voy a probarlo". Jorge no aspira a construir una alternativa partidaria ni a inducir un cambio de modelo. Tampoco a plantear un debate cultural, ideológico o económico. Ni siquiera a pensar la política. Sólo pretende mostrar las mentiras y contradicciones del relato que se construye desde el Estado. Le importa muy poco quiénes puedan reemplazar al kirchnerismo. No es su problema. Hace su trabajo y se va a su casa. Tampoco aspira a la ecuanimidad: descuenta que hay cientos de medios sostenidos por la Jefatura de Gabinete, miles de periodistas e intelectuales que se encargan de darle horas de micrófono y litros de tinta a la defensa de la política oficial. La tarea que ha elegido es el desenmascaramiento. Algo que pone, naturalmente, los pelos de punta de quienes escriben el relato y también de quienes adhieren a ese discurso blindado y tranquilizador.
Lanata entra en esta columna no porque se haya convertido, una vez más, en un fenómeno. Sino porque he descubierto durante los últimos días la enorme preocupación que causa en la Casa Rosada y la estrategia que han elegido para combatirlo. Que consiste en instalar que es "el nuevo jefe de la oposición". Imagino la tristeza o el alivio que deben sentir Macri, Scioli o Binner al descubrir que han sido desplazados del odiado sitial por ese simple periodista dominguero.
La jugada tiene varios pasos. Crear un nuevo cuco e investirlo como tal para limitar así los daños que pueda producir en la fe de los simpatizantes del oficialismo. Sospecharlo de un oculto propósito partidario para que su programa pueda ser visto simplemente como una operación política. En paralelo, construirlo como un opositor, a quien por lo demás nunca se verán obligados a derrotar en las urnas. Es decir, un opositor fácil. Y de paso, como siempre, invisibilizar aún más a la traslúcida e insípida oposición verdadera.
Todo esto no pasaría de una banalidad si no fuera porque gente inteligente ha comprado la papilla que la Máquina de Triturar Periodistas y de Maquillar la Realidad ha elaborado en estas semanas, y anda reproduciendo la idea sin pensarla con detenimiento. Olvida el kirchnerismo lúcido que Lanata haría lo mismo con cualquier político que gobernara: trataría de mostrarle al pueblo cómo y por qué le mienten. Lo hizo con Menem, con De la Rúa, con Duhalde y ahora lo hace con Cristina Kirchner. Ese sano ejercicio le resulta intolerable al Gobierno, que como nuevo rico vive para el qué dirán.
El asunto esconde, sin embargo, una dimensión más honda y dramática, y el "movimiento nacional y popular" es completamente inocente de ella. Hablo de drama porque entiendo que la democracia es por lo menos bipartidista o no es democracia. Es otra cosa. Todo este asunto esconde, entonces, ya no la inexistencia de una oposición, sino la constancia de que tampoco existe una idea. Y me temo que el kirchnerismo es, por más que les duela a muchos lectores, la mejor idea del momento. Por default, porque no compite con ninguna otra.
Por una idea nueva debe entenderse un artefacto modernizador que no regrese a las recetas muertas y que no proponga un prekirchnerismo. Me refiero a una convicción flamante y poskirchnerista, una nueva lectura completa de la historia nacional, una articulación superadora. Mientras esto no aparezca, la sociedad se verá sometida a votar por el partido único, o a resignarse a elegir "al menos malo": un peronista con buenos modales, un neoliberal que atrasa o un socialdemócrata sin proyecto. Y el kirchnerismo, en su soliloquio, seguirá entonces cómodamente nombrando como jefes de la oposición a Magnetto, a Lanata o a la vaca Rosita, que dará leche maternizada.
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