¿Laclau llegó al Pro?
Como siempre sucede, las campañas electorales generan un remolino de análisis en torno a los candidatos. A medida que Patricia Bullrich se fue consolidando como favorita en la interna de JxC, varios formadores de opinión trazaron comparaciones entre ella y el kirchnerismo, atribuyéndole un modo de construcción populista. En parte, esas comparaciones fueron motivadas por una interpretación capciosa del slogan “Si no es todo, es nada” y, en parte, por su negativa a negociar con los grandes beneficiarios del statu quo actual.
Cada uno es libre de expresar la posición que quiera respecto de los candidatos. De eso se trata la democracia. Pero la asimilación de un sector del Pro con el populismo revela cierta incomprensión de la naturaleza del populismo y de la democracia liberal. Siguiendo una lectura un tanto superficial de Laclau, algunos creen que el populismo se reduce a una lógica de construcción de identidades colectivas. Pero esta caracterización es muy poco fecunda. El objetivo de toda campaña electoral es atraer el apoyo de una mayoría y eso implica crear un “nosotros”. Más allá de su retórica “inclusiva”, Horacio Rodríguez Larreta también urde una novedosa grieta: los “dialoguistas”, de un lado, y los “extremistas”, del otro. Esa es su forma de trazar la “frontera social”.
Una lectura un poco más sofisticada de la obra de Laclau, y de la rica literatura académica sobre el tema, rápidamente revela que la diferencia entre el populismo y la democracia es más sustantiva. Para los líderes democráticos, las mayorías se construyen mediante una articulación volátil de voluntades singulares que siempre pueden desagregarse. Esa articulación generalmente gira en torno a valores y propuestas –no significantes vacíos–, que no tienen por qué excluir transformaciones profundas y potencialmente conflictivas. La única condición es que la implementación de las reformas se apegue a los límites del Estado de derecho.
La mayoría populista, en cambio, es la representación de un pueblo monolítico y pre-institucional, que se define por su adhesión incondicional a un liderazgo personalista. Por eso, cuando pierden las elecciones, los populistas convocan a la resistencia en nombre del pueblo. No reconocen la legitimidad del adversario ni su derecho a gobernar.
Es esta concepción esencialista del pueblo la que explica lo que los populistas hacen en el gobierno. En la medida en que el pueblo se encarna en el líder, todo el sistema de contrapesos se convierte en un perverso corsé que oprime la voluntad popular. Si la Constitución no puede cambiarse, los populistas usan el poder para cooptar los organismos de control y someterlos. También partidizan la administración pública y labran una falsa imagen de unanimidad colonizando la sociedad civil. En todos los ámbitos se establece un esquema de premios y castigos, implacablemente aplicado por militantes de la causa que trabajan para disciplinar a los enemigos del pueblo.
Si esta caracterización es correcta, se confirma la tesis de la politóloga Nadia Urbinati en su libro Yo, el pueblo: el populismo es mucho más que una estrategia para construir mayorías electorales. Es un proyecto político alternativo que aspira a reemplazar la democracia liberal por un mayoritarismo anti pluralista que se nutre de las tradiciones más reaccionarias del siglo XX. En esta feroz contienda entre “modelos”, cada uno elige de qué lado quiere estar. La única opción imposible es estar de ambos lados a la vez.
Filósofo, politólogo y profesor universitario