
La vuelta del Viejo Vizcacha
Es difícil saber a la distancia si los finlandeses encuentran en las noticias diarias ecos del Kalevala (la épica de su nación, compilada en el siglo XIX por Elias Lönrott) o los franceses de La chanson de Roland, con la frescura con que en la Argentina brota por todos lados el espíritu del Martín Fierro. ¿Somos hablados por nuestro poema nacional, porque lo incorporamos sin necesidad de haberlo leído, o José Hernández captó temprano que algo se seguiría reproduciendo en la psicología vernácula con la convicción determinista de que las primeras mañas resultan difíciles de alterar?
En todo caso, alrededor de las admoniciones protectoras del intendente Mario Ishii y un sinfín de gestos y declaraciones políticas argentinas parece orbitar algo del temperamento y las astucias que ya figuraban, con algo más de honra y rebeldía, en los octosílabos que cuentan las hazañas y no tanto de nuestro gaucho prototípico.
Martín Fierro (1872) -y su continuación La vuelta de Martín Fierro (1879)- ya eran conocidos a comienzos de siglo, pero necesitó de la aparatosa entronización de Leopoldo Lugones para que se lo tuviera por nuestra Ilíada y Divina Comedia. Fue en sus famosas conferencias en el Teatro Odeón, en 1913, que terminarían publicadas como El Payador. Ahí Lugones propone al gaucho como héroe y civilizador de la Pampa, y lo inviste de raras cualidades grecolatinas. "Producir un poema épico es, para todo pueblo, certificado eminente de aptitud vital -decía de entrada Lugones-; porque dicha creación expresa la vida heroica de su raza". Raras palabras de una Argentina que buscaba de manera desesperada un mito fundacional. Porque -como señaló Borges en algún lado- resulta por lo menos curioso elegir como modelo a un desertor, por mucho que con su huida a territorio indio haya funcionado como adelantado en la conquista de un desierto que no estaba desierto.
Como fuera, el libro de Hernández no es solo Martín Fierro, ni su retobo, ni su persecución tal vez injusta. Ahí está el valiente Cruz, y, en la segunda parte, una figura que se agiganta con los años: el viejo Vizcacha. Las consejos que el personaje le da al Hijo Segundo de Fierro, del que fue nombrado tutor, pasaron al refranero popular y, a veces, a la justificación de cualquier transgresión en no importa qué orden de la vida, ya sea público o privado.
Basta recordar algunas de las máximas que le recitaba al vástago de Fierro aquel viejo que "dejaba ver por la facha/ que era medio cimarrón;/ muy renegao, muy ladrón". Decía: "El primer cuidao del hombre/ es defender el pellejo;/llevate de mi consejo,/fijáte bien de qué hablo; el diablo sabe por diablo,/pero más sabe por viejo." O, famosamente: "Hacete amigo del juez;/no le des de qué quejarse; y cuando quiera enojarse/vos te debés encoger/pues siempre es bueno tener/palenque anda ir a rascarse". O mejor todavía: "Yo voy donde me conviene/ y jamás me descarrío; llevate el ejemplo mío,/y llenarás la barriga;/aprendé de las hormigas: no van a un noque vacío" (el noque es un saco de cuero gaucho). La lista continúa.
Contra el viejo Vizcacha parecería que hay que tener reparos (si algo le faltaba, se decía "que, de arrebatao y malo/mató a su mujer de un palo/porque le dio un mate frío"), pero el cinismo de sus consejos tiene la ventaja de la misantropía, no se disfraza de bien público. En Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Ezequiel Martínez Estrada lo tiene por una figura formidable, el único de todo el poema de Hernández que vive según lo que predica. Como el roedor que le da nombre, Vizcacha, ese Schopenhauer de las pampas, cava para enterrarse. "Las salidas que hace -dice Martinez Estrada- son para incautarse de lo ajeno con ardides ya ingenioso, ya ofensivos, ya taimados, pero siempre con cierta idea de que existe un mundo de sanciones, el mundo de la ley". Como personaje literario es maravillosamente leal a su pesimismo malencarado. Los herederos contemporáneos de sus consejos, en cambio, aburguesados, parecen haber descubierto hace tiempo que hay palenques muchos más cómodos donde rascarse.