La voz poética de Efraín Huerta
Recuerdos de Guadalajara, y un elogio de uno de los poetas más importantes de México, ilustrado por el Dr. Alderete
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En los albores de noviembre de 2014 llegué por segunda vez a Guadalajara. Ese año había pasado a otro plano el gran poeta y escritor mexicano José Emilio Pacheco, a quien yo adoraba, especialmente, por Las batallas en el desierto, esa nouvelle maravillosa que había inspirado una canción que Quique Rangel compuso para Café Tacvba. Y la ciudad me recibió con la figura de Pacheco en los característicos altares con flores y ofrendas por el Día de los Muertos en varias de sus bibliotecas públicas.
En una excursión a la Librería José Luis Martínez, del Fondo de Cultura Económica, junto al productor colombiano Santiago Gardeazábal y la gestora cultural ecuatoriana Fabiola Pazmiño, conseguí un par de libros de Pacheco, su antología poética Los días que no se nombran y Alicia para niños, la adaptación infantil de la emblemática obra de Lewis Carroll que le regalé a mi hija Lulú.
De la misma cosecha pertenece el voluminoso ejemplar con la poesía completa de Efraín Huerta, que compré a instancias de Fabiola. Fue una buena decisión.
Contra todos los males de este mundo, siempre tuvimos -y siempre tendremos- la poesía. En tiempos de cuarentena, se transformó en un refugio, en un bunker anímico y sentimental, en una compañera nocturna y en una luz de esperanza en momentos aciagos.
Entre muchas lecturas, siempre Huerta. “Teníamos más de veinte años y menos de cien/ y nos dividíamos en vivos y suicidas. / Nos desangraba el cuchillo-cristal de los vinos baratos. / Así pues, flameaban las banderas como ruinas. / Las estrellas tenían el espesor de la muerte. / Bebíamos el amor en negras tazas de ceniza.” (Fragmento del Borrador para un testamento, dedicado a Octavio Paz).
Hace unas semanas, conseguí un vinilo de la colección Voz Viva de México, con una reproducción de una pintura de Juan O´Gorman en la portada, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de ese país en ocasión de la muerte del autor (1982). Las grabaciones son de 1967 y allí se lo escucha a Efraín, con su voz cadenciosa y entrañable, recitando: “La luna tiene su casa. Pero no la tiene la niña negra, la niña negra de Alabama. / La niña negra sonríe y su sonrisa brilla como si fuera la cuchara de plata de los pobres. / La luna tiene su casa. Pero la niña negra no tiene casa, la niña negra, la niña negra de Alabama.”
A modo de liner notes, José Emilio Pacheco escribió: “Huerta es de aquellos poetas para quienes los demás existen. No le da vergüenza hablar de sus prójimos más próximos, sobre todo sus hijas y su hijo. Por lo demás tiene, y ha sabido conservarla intacta, la pasión de la compasión. Insisto: su poesía está sobrepoblada de vivos y muertos. Últimamente ha recibido la visita de Rubén Darío, Franz Kafka, Hemingway y el Capitán Fiallo”.
En la introducción de El Gran Cocodrilo en treinta poemínimos, leo: “Huerta (1914-1982) escribió poemas de amor, otros de política, muchos acerca de la Ciudad de México a la que declaraba amor y odio debido a la naturaleza contradictoria de la metrópoli. También escribió los célebres poemínimos a los que él mismo definió como «una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza»”.
Me hice del ejemplar en la preciosa librería que el Fondo tiene en el barrio porteño de Palermo. Me rindo ante las ilustraciones del Dr. Alderete, el argentino radicado en México, que acaba de inaugurar un mural en el Estadio Azteca en honor a Diego Armando Maradona, y que ha realizado portadas para Andrés Calamaro, Los Fabulosos Cadillacs y Sonido Gallo Negro. Me fascino con los dibujos, de líneas mayormente rectas, colores planos y vívidos, estética vintage y algunas calaveritas que remiten, claro, a José Guadalupe Posada. Y leo, de nuevo, a Huerta: “De plano, no hay peor poesía que la que no se hace”.