La voz inmortal de Enrico Caruso
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La voz humana es el instrumento musical más perfecto: contiene todos los matices y variantes imaginables, acepta todos los cánones de belleza, logra exhibir la mayor perfección estética.
El ser humano la ha corregido, creando técnicas de canto, exigiendo expresiones y sentimientos. Hay artistas que perfeccionaron muchos aspectos del cantar, y el mayor fue Enrico Caruso, un napolitano huero de formación, pero que por instinto y tenacidad alcanzó la mayor proeza: ser inigualable en lo suyo.
Vivió entre 1863 y el 2 de agosto de 1921, hace un siglo justo, una vida corta, y sin embargo, de proyección perdurable. Se cantaba de un modo antes de él, de otro después. Antiguamente, los prejuicios y los excesos tolerados y aun aplaudidos, prevalecían. Caruso estableció pautas definitivas: respeto por el autor, severidad técnica, seriedad interpretativa, fenomenal seguridad, capacidad emotiva.
Quienes lo siguieron, todos, tomaron modelos suyos; su influencia artística no conoce parangón. No por procurar imitarlo –algunos sí, y era imposible–, pero todos recibieron sus estilos, caracteres y modos. Bellísima, tal voz poseía poder y extensión suficientes, corría en el teatro, y un fuerte aliado, el disco, la difundió por todas partes, incluso donde su dueño, aun siendo un gran viajero, nunca llegaría a cantar en persona. Esa voz, de incomparable solidez profesional, pareció hecha para que aquella novedad, el disco, la recogiera intacta y la proyectara en el espacio y el tiempo, para nuestra felicidad.
Voz rotunda, de fuerte extensión y poder, entraba en la cárcel de cera con solidez formidable, a diferencia de otras, excelentes pero más resonantes y claras, que el surco primitivo no privilegiaba.
Recorrió el mundo en condiciones que no eran las más cómodas, y aun en guerra, lo que le costó la vida a Granados, la Argentina lo recibió seis veces, cuatro en la vieja Opera, dos en el nuevo Colón, en 1915 y 1917.
En el 15, llegó a Rosario, Córdoba y Tucumán, escenarios donde fue ovacionado con locura por el público local. El interior conserva esos hermosos teatros, hoy derivados a funciones de otro calibre, pero que en esos años recibían artistas líricos de renombre universal. Consideramos que en sus dos últimas visitas aquí no existía competencia con la ópera, el espectáculo “imperial”. Nadie comprometía la fama de un tenor ilustre, ni en popularidad ni en prestigio.
Los valores estéticos se beneficiaban de la ausencia de deportes masivos, por entonces virtualmente inexistentes. La ópera abarcaba el gusto de la época. En 1908 se estrenó el Colón de prestigio intacto.
Mientras el mundo disputaba la presencia de Caruso, Buenos Aires lo recibió profusamente: en 1899, 1901,1902, 1903, 1915 y 1917. Esa asistencia del gran tenor mostró su afecto por Buenos Aires e inclusive por el interior. Es cierto que la Argentina implantó su primer triunfo mundial y estableció un afecto recíproco que explica su asiduidad.
Entre quienes lo trajeron, cuando le observaron lo costoso de sus honorarios replicó: “Es el más caro de los amigos y el menos caro de los artistas”; esto último, porque las multitudes que convocaba en todos lados solventaban sus gastos con enorme éxito y todos ganaban.
Después de tanto tiempo, Caruso sigue en el máximo podio: los grandes tenores modernos –Pavarotti, Domingo, Carreras– reconocieron su fuerza y ejemplaridad.
Ningún cantante puede ignorarlo, a riesgo de estar incompleto. Sigue confortando y enseñando. Sigue presente. No murió del todo.
Ex director del Teatro Colón