La vocación global de la Argentina
Abundan en las calles de “la capital de un imperio que nunca existió” –al decir capcioso del napoleónico André Malraux– rastros de una Argentina que, porque padeció y rechazó con heroísmo y en numerosas ocasiones el ataque de cuatro imperios, nunca pretendió ser uno que dominara al mundo, sino todo lo contrario: una nación que se ha distinguido por una pulsión expansiva y universalista en pos de valores como la libertad, la paz, la solidaridad y el derecho internacional.
La Argentina exhibe por doquier sitios con nombres enigmáticos que evocan batallas en remotos confines del continente, donde abnegados soldados argentinos derramaron su sangre en defensa de la libertad, mensajeros de una revolución orgullosamente pionera, nacida en aquella modesta Plaza de Mayo desde la cual contribuyó a la independencia de más de cinco países sin requerirles nada a cambio; sus colores flamean aún hoy en varias banderas centroamericanas donde nuestros marinos revolucionarios izaron la misma insignia celeste y blanca que también llevaron hasta California y la Polinesia; su máximo héroe nacional fue un genio libertador sin parangón, pues luego de cumplir una proeza militar inédita entregó el mando de sus tropas y se retiró viudo a criar a su única hijita; una nación que cedió importantes territorios para crear países, defendió a otros de sus invasores y sus tropas jamás pisaron el extranjero para oprimir, sino para liberar.
En el siglo XX, frente a graves coyunturas mundiales, sostuvo férreas posiciones en favor de países desvalidos; donó recursos materiales y humanos para mitigar las penurias de los países europeos durante las dos guerras mundiales, al punto de que varias de sus capitales poseen calles con su nombre; acogió a millones de inmigrantes hambrientos, desertores, exiliados y perseguidos de todas partes del mundo, de la Rusia zarista, el Medio Oriente turco, la Alemania nazi, una Europa arrasada, una Corea empobrecida, un Japón devastado, una URSS implosionada y una Senegal pauperizada, hasta las incesantes migraciones actuales de los países vecinos y de la oprimida Venezuela, a quienes continúa amparando con uno de los regímenes migratorios más liberales y generosos, aunque menos reconocidos del planeta; su renombre en materia de derechos humanos, cooperación internacional, operaciones de paz con Cascos Azules y misiones de asistencia de Cascos Blancos, y su compromiso en favor del desarme y la paz han recorrido el planeta, pues hasta podría haber tenido una bomba atómica y un vector con el cual convertirse en una potencia nuclear, pero renunció voluntariamente a comprometer la seguridad mundial. Una nación que, desde el tango hasta Borges, y desde Messi hasta el Papa, derrama una cultura en clave universal que el mundo admira y busca con avidez.
Pero los argentinos ignoran el origen de los nombres de sus calles y ciudades, confunden el monumento “de” con monumento “a” los españoles y, por ende, el mérito de aquellos sacrificios y hazañas que cumplieron sus ancestros; cualquier argentino sabe lo que debe agradecer al mundo, pero desconoce todo lo que ha brindado al mundo; una parte de su intelectualidad desprecia esta realidad como objeto de estudio, la condena como chauvinismo escolar y la rechaza como prurito vergonzante; años de prédica parroquialista, autodestructiva y autocompasiva convencieron a los argentinos de su insignificancia; los dirigentes no supieron transformar aquel acervo en un discurso virtuoso y trascendente, y si la Argentina no lo recuerda, no lo valora ni lo evoca, no puede pedirse que lo hagan otros. Debería ser parte de esta regeneración que está intentando la Argentina, restaurar el conocimiento de ese pasado, la memoria de lo alcanzado, la conciencia de esa idiosincrática vocación como actor global y proyectarla al futuro.
Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino