La virtud ante el poder
DESEMBARCAMOS en Poros en mitad de la noche. Necesitábamos la oscuridad. Atravesamos con sinuosa estrategia las callejas de la isla y sus muros de cal y emprendimos la cuesta.
El no iba adelante, aunque algún relato lo recuerde así. Su túnica, desagarrada, envuelta en viento, armaba pliegues grotescos; él no lo advertía. No veía, a su paso, el saludo de pena de quienes preveían el final. No ostentaba siquiera un gesto heroico. Demóstenes subía, simplemente, con el temblor vulgar, con todo el miedo a cuestas del hombre que va a morir.
Lo entornaba una pequeña nube de discípulos. Marchaban resueltos, más firmes que el maestro. Con movimientos precisos y rápidas voces controlaban marcas en la tierra y cortezas hendidas, asegurando el camino que llevaría al templo. Cuidaban de la única antorcha que serpenteaba entre las ramas bajas y mostraban energía. No era a ellos a quien esperaba la muerte, arriba, en el frío del mármol.
Yo, quizás inhumano, ascendía respondiendo al deseo de presenciar lo que todos alguna vez evocaríamos. Sabía que después amaría doblemente su recuerdo. Pero su miedo me afectó y decidí alentarlo. Le señalé que un rumor universal evocaría su nombre y en lenguas aún no producidas repetirían sus bellísimas palabras, sus enseñanzas para siempre.
Invoqué la noche que empezaba la heroica resistencia al invasor, cuando él, andando lento entre el pueblo agolpado en los caminos de la colina sacra se detuvo junto al portal de las Cariátides, donde aguardaban los sabios de Atenas, y allí derramó su voz como una música oscura: lúgubre, describió al macedonio, su impiedad, su ambición y sus fiebres, y llamó al heroísmo y todos escucharon conmovidos.
Pero ahora ascendía a su tragedia con el miedo irresistible en las cumbres de su mente, ya cargada de penumbra.
En las hogueras de la costa brillaban los puñales, el lujo de las empuñaduras y los filos de acero que se pavoneaban evocando tajos. Los cascos y las pecheras, desparramados en la arena, parodiaban esqueletos vacíos entre el ir y venir de las capas suntuosas. Y voces gastadas de alcohol, fieras gargantas habituadas a crecer en los campos de heridos, reían del que huía, como el cazador ríe del esfuerzo inútil de su presa.
Antipater, heredero sin genio de Filippo y Alejandro, dormitaba entre fuegos y jarras mientras ávidos sueños, poblados de lanzas, lo estremecían con el anuncio de ensangrentadas proezas y la eternidad reverente de su nombre.
La luna tejía ardides para ocultarnos en velos confusos, las ramas simulaban nuestras formas y los desfiladeros y quebradas abrían trampas de abismo a nuestros perseguidores. El monte íntegro se había complotado. Pero era inútil, todo estaba decidido. Y Demóstenes no lo ignoraba.
Subiendo, sólo oíamos el revuelo que sacudía los matorrales, hartos de animales ocultos. Pero arriba, al llegar, en el templo de Poseidón donde la luz de las antorchas iba de columna en columna volviéndose espectral, comenzamos a oír los metales chocando entre las piedras, bufidos confusos de animales y pechos colosales, juramentos y amenazas, hasta que la montaña fue un estrépito de músculos y nervios que trepaban.
Demóstenes, entonces, se alejó de nosotros y en el vano de un arco, de pie entre las columnas, construyendo su última alegoría, bebió aquel veneno que ahora ya nadie menciona, porque el mero instante de la muerte, ante la vida, es una pobre cosa que golpea y se extingue y nadie la recuerda. Después, sobre su cadáver, resplandecieron los hierros de los perseguidores que llegaban en desorden.
Triunfal, de pie junto al cuerpo caído, Antipater alzó la espada y en su arrogancia chispearon la soberbia guerrera de todas las edades, frentes cargadas de laureles, vainas húmedas y puños apretados, mientras bajo su pie se aletargaban la palidez de las ideas desarmadas, la belleza indefensa de la razón herida y también la virtud, tan ajena a la lucha y al poder desmedido, tan llena de confianza siempre.
Un soldado enarboló una lanza, otro una bandera con leones y flechas dibujadas, y un coro de voces fuertes estalló proclamando tempestades, proezas y potestad sin término ni límites.
Y también la montaña, con sus finos perfiles demudados, aquel amanecer anunciaba afligida que el camino de la gloria es sólo un lecho de rigor y poder desmesurado, sin control y absoluto.
Sin embargo, hoy he vuelto por los pasos de entonces. Hurgué en los vestigios del templo, abrí un pozo en la maleza y descubrí de nuevo, para inclinarme, el sitio exacto, la huella que dejó Demóstenes. Y en dos largos milenios, peregrinos de todos los lugares han hecho ese camino, como quien cruza mares para rendir homenaje al vencedor.
Pero no sé que nadie sepa –que intente saber, siquiera– dónde fue olvidada la tumba de Antipater bajo un nido de espadas, estandartes invictos y cetros poderosos, tal como se olvidan con desprecio y para siempre –enseña la experiencia– el último destino de quienes abusan del poder entre proclamas de autoelogio y coros obsecuentes.
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