La violencia, un síntoma social de nuestra época
La democracia recuperada en 1983, entre otros logros políticos, reconcilió a la sociedad con la ley. Hace poco más de tres décadas, la plena vigencia de la Constitución Nacional y el apego a las normas resultaron elementos fundantes para la convivencia pacífica.
Tras la ajuridicidad que signó el accionar del gobierno de facto, el período iniciado con la presidencia de Raúl Alfonsín estableció como una de las piedras angulares del Estado de Derecho la garantía del debido proceso, esto es: el derecho a un juicio justo. En tal sentido, el juicio a las juntas militares, sustanciado en 1985 contra los responsables del terrorismo de Estado se erige como claro ejemplo de justicia universal.
Como se sabe, todo proceso jurídico que se ajuste a las normas establecidas supone la coexistencia de tres precondiciones indisolubles entre sí: la presunción de inocencia del acusado, el derecho a la defensa que asiste a éste y la garantía de imparcialidad de los jueces. Sólo en estas circunstancias, y no antes ni después, puede hablarse de equidad legal.
En los últimos tiempos, no sin razón, se ha abordado la problemática delictiva haciendo hincapié en cuestiones interrelacionadas: el rol del Estado en la prevención y combate contra la inseguridad, la anomia imperante y la falta de credibilidad pública en los diferentes estratos del andamiaje judicial. Estos argumentos, atendibles por cierto, alumbraron una situación latente, palpable: la propensión de una parte de la sociedad de renunciar al Estado de Derecho, vale decir, suplantar el accionar jurídico frente al delito, el juicio justo y sus elementales rasgos constitutivos, por un mecanismo primitivo de autorregulación ciudadana con base en la barbarie, el escarmiento y el salvajismo.
De este modo, entonces, el actor llamado a hacer cumplir la ley, ya sea agente de seguridad, fiscal o juez, es usurpado en su función por un ser enajenado y masificado, que, argumentando a favor del ataque sufrido, se arroga para sí la potestad de decidir "lo que es justo" para quien comete una acción punible.
Esta nueva conceptualización de la justicia, fundada en el castigo físico y no en la pena establecida en el Código Penal, hunde sus raíces en el prejuicio y la permanente sospecha de inequidad. De hecho, para no pocas personas la Justicia cumple con su función reparadora toda vez que, independientemente del caso que se aborde, el fallo de un magistrado colma sus expectativas personales. Así, la idea de un arbitraje a medida de los deseos conspira con el principio de igualdad ante la ley.
Mientras tanto, a fuerza de golpes, la irracionalidad se impone en toda su dimensión y en varios escenarios al mismo tiempo: en los estadios de fútbol, un centenar de inadaptados desplazan del centro de la escena a miles de espectadores; en las escuelas, los docentes son amedrentados por padres y alumnos ante reproches de conducta o malas calificaciones; en las calles, los linchamientos a efectivos o posibles delincuentes ganan terreno. No obstante, si bien los casos citados no se enmarcan dentro de un plan sistemático, la lista de sucesos signados por la brutalidad cuenta con numerosos ejemplos más.
Con todo, queda meridianamente claro que la violencia, en cualquiera de sus formas de expresión, constituye un síntoma, una marca de época que resume y simboliza el deterioro de los valores humanos, éticos y morales que padece, en mayor o menor medida, toda la sociedad.
El autor es licenciado en Comunicación Social (UNLP), miembro del Club Político Argentino
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