La violencia no es un juego
Comenzaremos por decir que Netflix lo hizo otra vez. Ya no solo las creaciones que impone captan gran parte de nuestra atención, sino que además suscitan agitadas conversaciones en otras plataformas. En las últimas semanas se multiplicaron los posteos en redes, las entradas en blogs y las notas en prensa respecto de una de las series líderes en audiencia: El juego del calamar. Padres y madres, docentes y directivos, y una larga lista de especialistas de diversos campos se pronunciaron sobre el impacto de esta producción en las subjetividades juveniles.
Parece que lo malo viene siempre de afuera, cual meteorito que atenta contra nuestra integridad. Como si los agentes sociales estuviéramos divididos de manera tajante entre productores malintencionados y consumidores ingenuos. O más aún, como si de un lado se amontonaran quienes nos corrompen y en la vereda de enfrente nos situáramos los ciudadanos asépticos que componemos el blanco perfecto. Esta racionalidad dicotómica no resiste el menor análisis y demanda una indagación en capas profundas que deponga reduccionismos y simplismos.
Saturados de teorías conspiranoicas que se expanden en el imaginario colectivo, la metáfora predilecta es la del impacto. Las alarmas saltaron a partir de la reproducción por niños y niñas de las dinámicas (¿lúdicas?) que integran el eje argumental de la ficción coreana, en la que los eliminados del juego lo son también de la vida.
Según se dijo, el furor por la serie se instaló en los recreos escolares con narrativas de perdedores y ganadores, de víctimas y de verdugos. Aquí el eliminado es descartado, sancionado, apartado del resto. Pero esto no es nuevo: las prácticas sociales permean los juegos infantiles. Siempre lo han hecho. Tampoco es una novedad que la popular matriz de la eliminación progresiva se cruce con esquemas básicos como el juego de roles o de simulación. Quizás sí es signo del momento que la fuente sea una plataforma de streaming, pero entendemos que los consumos culturales actuales trascienden la mera visión del espectador y penetran en los ámbitos de la experiencia personal y comunitaria. A través de los mismos usuarios, que se apropian de las historias, las reformulan, las desmontan y las vuelven a armar, se origina un movimiento que atraviesa formatos, soportes e interfaces.
En este marco, nos preguntamos si debemos agudizar nuestra sensibilidad parental para neutralizar riesgos potenciales. Es claro que sí. ¿El control es el camino? Definitivamente no. El conocimiento mutuo y la generación de vínculos de confianza es la clave. Y, más hondamente, deberíamos cuestionarnos de qué modo esta ficción altera nuestra cotidianidad. ¿Nos preocupa la amalgama juego-violencia? ¿Nos inquieta el acceso a contenidos inadecuados? Sabemos que los pilares de una parentalidad positiva son presencia y diálogo, en esto no hay secretos.
Por lo demás, en todas las épocas existieron relatos truculentos y receptores vulnerables. La realidad supera ampliamente la ficción y hay algo de verosímil en esta distopía. No hablemos de impacto, entonces, sino de manifestación, de expresión, de testimonio. Porque la verdadera violencia opera con un estilo más sutil cuando margina, esclaviza y victimiza al diferente. No debería extrañarnos su tematización en una serie y mucho menos escandalizarnos por lo que hacen los chicos. Su pregnancia nos lleva, más bien, a volver la mirada sobre las personas adultas y sobre las lógicas que sustentan nuestra vida en común. Detenernos a pensar qué construimos, qué estamos legando. Para comprender que, a pesar de la complejidad del conjunto, la intervención desde lo micro puede hacer el cambio.
Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral