La vida secreta de los libros
Marina es profe de Química, pero en sus clases siempre deja sobre el final quince minutos para dedicarlos a la lectura silenciosa. Enseña en un pueblo a unos 200 kilómetros de Resistencia, dice que su propósito es que los chicos entiendan qué es el placer de la lectura. Marina no leyó siempre, empezó a hacerlo de grande y por amor, me cuenta. Los libros no formaban parte de sus necesidades básicas hasta que se enamoró de un lector voraz, alguien que le hablaba de universos y personajes desconocidos y fascinantes, y entonces ella quiso compartir esa pasión ajena. Por eso sabe bien cómo es la literatura por contagio y trata de que los chicos que muestran "tanta necesidad de atención y cariño" en la escuela de zona desfavorable donde enseña encuentren en los libros el estímulo que les falta. Marina fue una de los casi tres mil docentes de todo el país que se reunieron durante cuatro días en el Chaco durante el Foro de Promoción de la Lectura de la Fundación Mempo Giardinelli. Algunos fueron con amigos, otros en pareja, había incluso mujeres con bebes en sus brazos en los talleres y en las conferencias. Estoy convencida de que entre los maestros, los autores y los bibliotecarios que año tras año se juntan allá en el Norte dibujan un récord maravilloso: el del evento con más cantidad de lectores por metro cuadrado en el país. No es una exageración, es una receta probada: reunir a personas con ganas y necesidad de capacitarse con otras personas que tienen cosas para enseñar y transmitir.
Mirta es una mujer grande, bastante mayor que el resto de los maestros que pueblan el aula en la que, junto con mi colega Esteban, nos animamos a dictar un taller con estrategias para acercar a los jóvenes a la lectura. Levanta la mano, pide decir algo, le paso el micrófono. Cuenta la historia de un ex alumno, un chico adicto a las drogas y con un futuro que parecía tener la forma de un punto final. Años después de haber sido su maestra, Mirta se lo cruzó en una estación de servicio: el chico le contó que había dejado las drogas y le dijo que nunca había olvidado una novela que ella había dado para leer en clase, una novela en la que un grupo de adolescentes hacía un viaje al Sur. Ese viaje, esos adolescentes, había sido el horizonte que lo impulsó a salir de la oscuridad. Él quería ser como ellos, le dijo, y entonces ella entendió como nunca aquello de que leer -como escribir- es la posibilidad más cercana que tenemos los humanos de vivir otras vidas posibles. Hubo otro encuentro, también casual. Fue cuando una mañana, en la calle, él le gritó: "¡Ya puede ponerse en pedo, profe: me recibí de abogado?!". Hay risas y estallido de aplausos para Mirta. A su lado está sentada otra mujer mayor a quien en un momento le pido que lea en voz alta un cuento que acabamos de construir entre todos, un "cadáver exquisito" cuyo argumento reúne a tres amigos, un libro maldito y un dragoncito azul engualichado que no puede volar. La escucho leer y algo florece en mi cabeza, y entonces pienso que esa voz luminosa y juguetona podría cambiar el mundo. Mirta y su amiga son abuelas cuentacuentos, promotoras voluntarias de la lectura que forman parte de un programa que lleva alegría por todo el país y que no para de ganar premios por todo el planeta. Las abuelas leen para los otros. No: en realidad, leen para cambiar la vida de los otros.
Pocas cosas me dan más placer que recomendar lecturas; es algo parecido a dar de comer rico, es compartir aquello que nos hace felices, nos emociona o nos deja pensando. Sugerir una lectura también puede ser compartir algo que nos pone tristes, pero hay momentos en los que necesitamos hacer algo con nuestra tristeza, y entre las condiciones mágicas de la buena literatura hay una fundamental, y es que ayuda a procesar el dolor. A veces sabemos a quiénes les hablamos de los libros que nos gustan porque el destinatario de nuestra recomendación tiene un rostro, pero muchas veces quienes nos dedicamos a divulgar libros echamos a rodar nombres, títulos, argumentos con la esperanza de que alguien alguna vez tome esas palabras y las haga suyas a través de la lectura. Y entonces sucede. Hace unas semanas, en Santa Fe, se me acercó un desconocido de unos treinta y algo. Era tímido, le costaba sostener la mirada, se notaba que peleaba con sus nervios y que perdía la batalla. "Te quería agradecer", dijo, y lo miré sorprendida. "Yo leí Anna Karenina porque hace algunos años vos dijiste en la tele que uno no podía pasar por la vida sin leer esa novela de Tolstoi." No me miraba, miraba hacia abajo, como esforzándose en el trato. "Hoy sé que tenías razón. Gracias, de veras", fueron sus palabras. Y les juro que mientras lo decía, se llevaba la mano al pecho, ahí, junto al corazón.
Twitter: @hindelita