La vida bajo el capitalismo de amigos
Déjenme recordar una historia triste. La cuenta Mario Vargas Llosa en su mejor novela, Conversación en La Catedral. Ahí retrata la vida en el Perú en los años cincuenta, durante la dictadura de Manuel Odría. Desfilan las vidas de algunos personajes inolvidables, como el hombre fuerte del gobierno, Cayo Bermúdez, al que apodan Cayo Mierda, su amante Hortensia, a la que apodan La Musa, el negro Ambrosio y sobre todo el protagonista: Santiago Zavala, alias Zavalita.
Zavalita es un joven idealista que quiere ser escritor, no tan diferente del joven Vargas Llosa. Es hijo de un industrial amigo del gobierno, y esto es importante en la novela y también para esta nota: su padre vive de los contratos con el Estado. Esto no lo explicita el relato, porque en aquel entonces Vargas Llosa, como casi todos los intelectuales latinoamericanos, confundía los sistemas y creía estar hablando del capitalismo a secas. Pero aunque se equivocó en el diagnóstico, el ojo de Vargas Llosa captó a la perfección esa realidad. El padre de Zavalita no es un capitalista: es un empresario prebendario.
Y esto define el destino de Zavalita. Él no quiere seguir los pasos de ese padre: quiere brillar, quiere hacer grandes cosas. Sueña con escribir grandes libros. Para ganarse la vida hace periodismo. El problema es que la vida en ese sistema es tan mediocre, tan chata, que él también se va contagiando de esa grisura. Se pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Esa pregunta se volvió famosa, porque resuena en todos los países hispanoamericanos. ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿En qué momento se jodió Venezuela? ¿En qué momento se jodió Bolivia? ¿En qué momento se jodió la Argentina?
No es que los personajes de Vargas Llosa no tengan talento, inteligencia o sueños. Es que los talentos y los sueños se vuelven anémicos, porque los únicos que llegan alto son los autoritarios y sus chupamedias. Y ellos tampoco escapan al purgatorio: saber que son parásitos les vuelve opacos los ojos. Así que no hay salida. Cuando Zavalita se quiere dar cuenta, perdió la juventud; su pobre consuelo es que no transó, no aceptó la plata prebendaria de su padre, no fue otro rentista del capitalismo de amigos. Pero no por eso logró algo: su victoria es solo negativa.
¿Qué es el capitalismo de amigos? Es el sistema donde el éxito de un negocio depende de la amistad con funcionarios públicos. El empresario, en este sistema, no hace su negocio gracias a que produce algo que la gente quiere o necesita, a un precio competitivo, sino gracias a que el funcionario lo favorece en licitaciones truchas, o con permisos legales, o a la hora de repartir subvenciones o exenciones de impuestos.
En la Argentina, cada tanto hay un escándalo ligado a nuestro capitalismo de amigos. Duran un tiempo y se apagan, quizá porque son cuestiones que sentimos complicadas y algo abstractas. No es como ver el ojo en compota de Fabiola y denunciar la hipocresía abyecta de las feministas que no la defienden, porque es una víctima, sí, pero antes es la víctima de su patrón; aunque esto también está ligado al capitalismo de amigos, porque este sistema acostumbra a todos a la prebenda y eso incluye a las tristes feministas argentinas que callaron cuando los violadores y los golpeadores eran Alperovich, Espinoza y Alberto Fernández.
Esto lo han dicho todos los pensadores liberales y libertarios, desde Hayek hasta Rothbard, desde Friedman hasta Von Mises: no hay prosperidad mientras el gobierno controle la economía, y en el capitalismo de amigos esto sucede porque el gobierno y los empresarios son lo mismo. Lo que no dijeron (pero sí relatan novelistas y cineastas latinoamericanos) es que bajo este sistema tampoco hay entusiasmo, sueños grandes, aventura, invención, vida verdadera.
Hablando de invenciones, el economista Raymond Vernon se hizo una pregunta fascinante: ¿por qué la Revolución Industrial empezó en Inglaterra y no en otros países? Porque Inglaterra fue la primera nación que logró limitar el poder de las corporaciones para dejar a afuera a los emprendedores. En otros países europeos las ligas de comerciantes y artesanos eran lo bastante fuertes para vetar a los que llegaban con nuevos inventos. La primera máquina a vapor que se patentó fue la de James Watt, en 1769. Con esto empieza la Revolución Industrial.
Pero en Francia se había diseñado ya una máquina a vapor años antes. ¿Por qué los franceses no pudieron producirla? ¿Por qué la Revolución Industrial no empezó en Francia? Porque los empresarios amigos del gobierno, los que temían la innovación y la competencia, lograron que se prohibiera la máquina a vapor hasta que fue demasiado tarde.
El capitalismo de amigos es una forma de vida: esa forma mediocre y resignada que describió Vargas Llosa en su obra maestra. Es saber que hagas lo que hagas, si no pertenecés al “círculo rojo”, nunca vas a llegar. Y entonces ¿para qué esforzarse? Quedate en tu puestito, arañá lo que puedas, agarrá las migas de la verdadera fiesta: la de los empresarios prebendarios y los sindicalistas y políticos que son sus socios.
Es gracioso: cuando Enrique Santos Discépolo escribió Cambalache, habló de esto. “Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor...”. Pero Discépolo se lo achaca al siglo XX. Y ahí se equivoca: no era el siglo XX, era el capitalismo de amigos. Ahí es donde da lo mismo el mérito, porque la única habilidad que cotiza es la habilidad para adular al que conviene, comer asados con el que conviene, haber sido chofer o secretario del que conviene.
Y no solo se equivocó Discépolo. En la Argentina existe una imagen popular del empresario: es un señor con habano y whisky que maquina maldades contra el pueblo. Lo que mejor resume esta imagen infantil es un dibujo de Quino. Un señor calvo, trajeado, panzón, degusta su whisky mientras piensa: “Por suerte la opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada”. Cuando el progre argentino emite juicios sobre el capitalismo, piensa en esto.
Pero se equivoca de blanco. ¿Qué tendrá que ver ese señor satisfecho con Marcos Galperin, con Emiliano Kargieman, con Martín Varsavsky, empresarios que no suelen tener tiempo para acomodarse en ningún sillón, que inventaron algo, que arriesgan, que ganan plata porque venden algo que nos sirve? Querido Quino: ese gordo con whisky es el empresario prebendario.
Vivir como lo hacemos los argentinos desde hace más de un siglo va marcando la imaginación colectiva. Sabemos que por ahí andan individuos que son más poderosos que un policía, que un político, que un agente secreto, que un empresario, porque son todo eso al mismo tiempo. Gente que puede designar a un ministro o voltear a un gobierno. Una de las mejores representaciones de ese monstruo está en una película genial de Damián Szifron, Tiempo de valientes.
En esa película hay una escena potente. La situación es así: el policía que interpreta Luis Luque y el psicoanalista que interpreta Diego Peretti investigan la pista de una camioneta que apareció en el fondo del río con dos cadáveres en el baúl. El comprador de la camioneta (les señalan) sería un señor que está en un bar tomando un café. A ese señor lo interpreta Tony Lestingi. Es una actuación genial: Lestingi realmente da miedo en esta escena.
Entran, se presentan. Le preguntan a qué se dedica. Responde con displicencia que está desocupado. ¿Les puede mostrar su documento? No traje, dice el tipo. Luque atrapa un sobre que tiene sobre la mesa. Adentro hay documentos de identidad; todos indican una empresa llamada Camarasa. Una de las fotos es del tipo, pero con otro nombre. En resumen: es un agente de inteligencia, pero al mismo tiempo un empresario que hace negocios con el gobierno. Es el modelo exacto del empresario prebendario. El protagonista, no de Tiempo de valientes, sino de la tragicomedia argentina.
Luque le dice que lo va a llevar detenido. El otro prende un cigarrillo, se toma su tiempo y al final le dice: “Rajá, gordito, que te estoy haciendo un favor. Hablás de nuevo y te vas en una funda. Y creeme que no tengo que darle explicaciones a nadie”. Sépanlo los progres: los realmente poderosos, los que pueden amenazar a un policía sin parpadear, no son los capitalistas, sino las corporaciones. Son esos que prosperan en economías cerradas, repletas de regulaciones y peajes. Y que desaparecen, o al menos se hacen menos poderosos, cuando tienen que competir con el mundo.
Vuelvo a la pregunta de Zavalita: ¿en qué momento se jodió el Perú? ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿En qué momento se jodió la Argentina? Yo sé en qué momento se jodió, Zavalita: cuando armamos el sistema donde crecen estos monstruos.ß