La victoria del hombre común
El llanto lo desbordó. Gonzalo Montiel acababa de convertir el penal que consagró campeón del mundo a la Argentina y Lionel Scaloni no pudo contener la emoción. Se llevó las manos a la cara y lloró como un chico, con toda el alma, hasta que Leandro Paredes lo rescató con un abrazo. Pocas veces asistimos a la expresión de un sentimiento tan genuino, que rompe todos los diques y desborda sin remedio, al margen de la voluntad de un hombre medido, reacio a las exhibiciones. Uno puede ver allí el desahogo por la misión cumplida, la felicidad compartida por el fruto de tanto esfuerzo y hasta el calor de una íntima revancha por aquellos que al principio no creyeron en él. Pero sería simplificar las cosas. Porque ese llanto dice todo lo que las palabras no pueden expresar, eso que en ciertos momentos de la vida nos traspasa sin que seamos capaces de decodificar, y que solo podemos compartir si del otro lado hay otros que sienten parecido. Los sentimientos no se explican, se viven. Se me impone la imagen de Scaloni entregado al llanto porque creo que el mismo desborde de emoción recorrió el domingo a los argentinos, que vivieron la comunión de una fiesta signada por el encuentro, por el reconocimiento mutuo, en medio de una alegría social como yo no recuerdo haber visto antes y que todavía continúa.
¿De qué está hecha la alegría que nos embarga desde el triunfo de nuestro seleccionado en Qatar? Sin duda, en esta explosión de júbilo nos sacudimos de encima frustraciones que agobian, el peso de un año muy duro, la sensación de vivir a la deriva y en la precariedad (que para medio país es literal) y hasta la triste costumbre de buscar chivos expiatorios para justificar una nueva derrota. Esta vez ganamos. Nada menos que la Copa Mundial y con el planeta entero como testigo. Pasamos, sin transiciones, de lo más bajo a lo más alto. Sin embargo, en el festejo interminable del domingo había algo más que el hecho de poder decir que en el fútbol somos los mejores. Algo que incluso podría justificar el uso abusivo de la primera persona del plural en este logro que, en teoría, pertenece a los jugadores y al equipo técnico. En el fuero íntimo, los argentinos vivimos este triunfo como si fuera propio, acaso porque este equipo generó una identificación que va más allá de los colores de la camiseta.
Hay en esta selección una nobleza que excede lo deportivo. Está hecha en parte de aquellas virtudes que tantos columnistas le han reconocido: la preparación, la planificación, el sacrificio, el esfuerzo, el trabajo en equipo, la humildad. Después de tanta malaria, el domingo nos festejamos a nosotros mismos quizá porque la sociedad vio reflejada en este equipo los mejores aspectos de sí misma, virtudes colectivas muchas veces ocultas o dormidas. O, al menos, aquello a lo que podemos aspirar.
Templanza y entrega
No hay duda de que el equipo tenía hambre de gloria. Pero, a diferencia de otras veces, era una procesión que no se declamaba, que iba por dentro. Se manifestó en una templanza que circulaba como savia entre los jugadores. Se percibía en ellos una convicción y una confianza que eran más fuertes que el resultado y que incluso hubieran sobrevivido de escaparse la Copa. Es una paradoja rara, porque los deportistas de alto rendimiento están entrenados para ganar y no se conforman con menos. Les va la vida en ello. Sin embargo, el deportista se completa cuando su fuerza interior le permite vencer la derrota, cuando el compromiso es con el proceso y con el juego, en la certeza de que los triunfos y las derrotas son parte ineludible del deporte y de la vida, y se alternan según designios que nos exceden. Esta entrega generosa fue percibida por los argentinos. Aunque la Copa era el Santo Grial, lo importante era jugar. Y vaya si jugaron. Y la Copa llegó.
Pero hay algo más. Este equipo se la creía sin creérsela. En esto tuvo mucho que ver el espíritu que Scaloni y Lionel Messi contagian al resto. Creo que aquí hay un factor clave de la identificación que despierta esta selección: con Messi triunfa el hombre común, que no es un semidiós (salvo con la pelota en los pies) y que no quiere ser visto como tal. Solo quiere jugar a la pelota. Lo hace como nadie, en un mundo que ha endiosado a la pelota, y ahora el peligro es que lo endiosemos a él. Sería una pena. No hay duda de que es un fuera de serie. Su determinación se percibe en esa mirada intensa que tiene dentro de la cancha. Pero afuera se quiere uno más, un hombre igual a otros que se rodea de su familia, como muchos de sus compañeros. En un mundo sobrecargado de egos inflados artificialmente, esta es la imagen que deberíamos admirar.
Messi es una suerte de antihéroe que alcanza su individualidad en el equipo, siendo parte de él. Su destreza, su genio, se despliega en una dimensión colectiva. Aunque es único, solo se reconoce siendo uno entre los demás. Esto podría representar una lección para nuestra sociedad, que suele convertir en héroe digno de veneración no a aquel que se reconoce como igual a los demás, sino al que se considera distinto y rompe la regla, e incluso las reglas. En su introversión, Messi es la contracara de la expansión instintiva y desmesurada del yo que caracterizaba a Maradona, con quien la sociedad argentina se identificó particularmente en la transgresión.
La maravilla de este equipo es que está conformado por personas no tan diferentes del resto de nosotros. Cercanas. Más que como héroes, prefiero verlos como individuos comunes (en la mejor acepción del término) que alcanzaron una actuación heroica. Y no por el resultado, que bienvenido sea, sino por su entrega. Cada uno de ellos se reconoce como parte de algo más grande. Eso es quizá lo que estábamos necesitando los argentinos y de allí el júbilo por una victoria que consideramos nuestra y que hizo llegar su eco a casi todos los rincones del planeta.