La vicepresidenta carapintada
El conflicto desatado entre el Presidente y la Vicepresidente de la Nación no se trata solamente de un enojo por la derrota electoral en las PASO del 12 de septiembre, ni un desacuerdo sobre los resultados concretos de la administración. Ese fue, seguramente, el detonante, producto a su vez de un experimento que evidenció ser disfuncional desde el principio: entronizar una figura política periférica en el sillón de Rivadavia para mantenerlo constantemente en jaque desde la vicepresidencia. Sin embargo, los desacuerdos internos en el Frente de Todos desembocaron en una crisis política de una gravedad institucional extraordinaria. Estamos viendo el intento público de presionar y condicionar a un presidente constitucional más explícito desde el amotinamiento militar en la Semana Santa de 1987. En este sentido, Elisa Carrió se equivoca: este episodio no se parece a un golpe de Estado sino a un levantamiento carapintada.
En aquella ocasión, grupos militares rompieron la cadena de mandos que los unía a la voluntad presidencial, amenazándola abiertamente, y al no conseguir más apoyos para su quimera, exigieron una cantidad de medidas gubernamentales que el presidente Alfonsín, en los hechos históricos, recordemos, no aceptó. Luego de tres días de tensión, los responsables de la amenaza fueron presos.
La crisis actual no es una insubordinación sino conflicto institucional, porque los dos protagonistas tienen la misma legitimidad democrática que dan los votos. Es cierto que Alberto Fernández jamás hubiera sido presidente sin Cristina Kirchner, pero también lo es que Cristina jamás hubiera sido vicepresidente sin Alberto (o algún otro que cumpliera su misma función de recolectar votos no kirchneristas). En este sentido, los dos deberían empatar en gratitud, y en la concepción de la diputada Vallejos, los dos serían “okupas”.
Con todo, la Constitución Argentina dice que el Presidente “…por sí solo nombra y remueve al jefe de gabinete de ministros y a los demás ministros del despacho…”, por lo que una presión pública a través de las renuncias de una docena funcionarios, destinadas más al escándalo mediático que a la decisión administrativa, sumada a una catarata de insultos en audios sospechosamente filtrados a la prensa, y a una carta abierta políticamente denigrante hacia el Presidente (¿los votos que consiguió Cristina son el pueblo y los que consiguió Alberto no?), constituyen una serie de eventos que, como en 1987, paralizaron al gobierno, mantuvieron en vilo a la sociedad durante días enteros, cancelaron la agenda presidencial, y pusieron al país al borde del vacío de poder.
La oposición, sin embargo, no comparte esta lectura sobre la gravedad institucional del episodio. En un extremo, algunos líderes sostienen que es un problema político del Frente de Todos que deben resolver ellos mismos, y entonces no hay nada que hacer ni nada que decir. Es, por decirlo así, un problema entre privados. En el otro extremo, otros líderes cargaron las tintas insultando al presidente por sus actitudes políticas durante su mandato. Han sido muy aisladas las voces de preocupación institucional.
Aunque el Frente de Todos encuentre un nuevo punto de equilibrio que le permita anestesiar la crisis al menos hasta después de las elecciones de noviembre, los actores democráticos deben estar preparados para cualquier escenario, porque la ebullición no terminará pronto y las instituciones y la normalidad de la vida democrática deben ser preservadas como el valor más alto que la Argentina ha sabido conseguir a lo largo de toda su historia.
Politólogo, Presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político, SAAP