La verdadera industria del crimen
La policía elude la centenaria ingeniería de controles y contrapesos con la que se diagrama cualquier agencia pública en una república democrática.
Su autogobierno y omnipotencia, gestados por la falta de un control real, la hacen débil y poco eficaz para combatir el delito. Y como un aparente contrasentido, la hacen más permeable a participar en él.
Existe un aceitado mecanismo ilegal que convive a las sombras de la solemne institución policial
La policía tiene un ejército a su disposición para dominar las calles. Y así lo hace. Dispone de la información, el armamento y la tecnología para desplegarse como nadie por el territorio. Posee una larga experiencia en la administración del delito urbano. Pero, pese a todos esos recursos, hay grietas por donde se filtra la impunidad de bandas de narcotraficantes, secuestradores, tratantes de personas, comerciantes de armas irregulares, piratas del asfalto y revendedores o reducidores de bienes robados.
Las acciones delictivas de esas bandas son demasiado aparatosas y ostentosas como para no aparecer al instante en el poderoso radar policial.
La institución policial es la principal auxiliar de jueces y fiscales. Pero el rol parece haberse invertido
La clave está en aquella omnipotencia. Existe un aceitado mecanismo ilegal que convive a las sombras de la solemne institución policial. Allí se cobija y anida la verdadera industria del delito. Pero desarticular esa lógica de encubrimiento no es nada sencillo. Desde adentro, cualquier funcionario policial bien intencionado, que sin dudas los hay, será desterrado de la fuerza -como la opción más amistosa- si se atreve a avanzar en aquel terreno. Desde afuera, el poder político se paraliza ante la posible contraofensiva policial.
La institución conserva y administra su capital de trabajo, el control o descontrol de la inseguridad, sabiendo que es una de las variables que más influyen en la agenda electoral. De ahí obtiene el rédito que necesita para independizarse por las buenas o por las malas del poder político, su superior formal. Su monopolio también la hace peligrosa ya que, sin controles reales externos, es más factible que se desborde en el uso de la violencia sobre los sectores más vulnerables a su poder de fuego.
Hay otros tres factores de poder que se deben activar y complementarse para evitar las arbitrariedades que derivan de un autocontrol policial: el Poder Judicial, los medios de comunicación y la opinión pública.
La institución policial es la principal auxiliar de jueces y fiscales. Pero el rol parece haberse invertido. La lógica de la delegación y el desapego judicial con el territorio abonan para que la versión policial sea lo único que se dilucida en un expediente. Sin embargo, esto se puede revertir si jueces y fiscales hacen valer la ley poniendo en crisis el discurso policial formal y su arbitrario modo de elegir a quienes llevan ante los estrados de la Justicia. También avanzando a paso firme sobre las incipientes denuncias de corrupción policial.
Para tener una policía más eficiente, al contrario de lo que siempre se proclamó, se necesita tener una policía más débil
La perspectiva recortada que brindan algunos comunicadores sobre la cuestión penal también exacerba el poderío policial. Acentúan su enfoque y análisis sobre el delincuente tosco, el que se encuentra por fuera del esquema de protección policial y le sirve a la coartada policial de chivo expiatorio a la hora de ofrecer estadísticas para blindar su ineficiencia o extorsionar al poder político. O limitan el análisis al hecho presentado y sus consecuencias, sin remontarse a las causas.
También ceden su espacio, al servicio de las reglas del comercio mediático, a voceros del terror que proponen una solución intuitiva e irracional, menos inútil que peligrosa. Algunas voces excepcionales ponen seriamente en cuestión el rol de la institución policial en el crimen organizado. Se necesita ampliar este tipo de mirada para exponer esa dinámica pocas veces revelada.
Mientras tanto la gente forma su opinión alentada por aquella visión que le viene de maravillas a la corporación policial. La opinión pública adopta el enfoque sesgado y reclama la cabeza del delincuente que se exhibe mediáticamente, sin tomar consciencia de que detrás de esas figuras fungibles, acciona libremente la verdadera industria del crimen. Tras ello, las propuestas políticas al electorado no se arriesgan y especulan montándose a aquel discurso lineal, recayendo luego, una y otra vez, en un espiral de irresoluciones.
Para tener una policía más eficiente, al contrario de lo que siempre se proclamó, se necesita tener una policía más débil, es decir, una fuerza policial sometida a mayores controles reales, apegada a la ley, profesionalizada, bien remunerada y honesta. En síntesis, una policía en la que se destaquen los hombres y mujeres que tienen una autentica vocación de servicio.
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