La verdadera grieta argentina
Más que entre oficialistas y opositores, el país está dividido entre los que han accedido a la sociedad del conocimiento y los que siguen atrapados en esquemas sociales y políticos de siglos anteriores
La idea de un país partido al medio y en guerra consigo mismo forma ya parte de la percepción que la sociedad nacional tiene de sí misma. Las metáforas para expresar esta fractura han ido desde la "grieta" denunciada por Jorge Lanata hasta Argen-Tina de Stolbizer-Alfonsín, pasando por el "Hay dos bandos" que por casi una década esgrimió el ponciopilatismo vernáculo. Lejos de permitirnos ver más allá, esta módica enunciación de lo aparente configura uno de los mayores obstáculos a la comprensión de lo que sucede. En primer lugar, porque señalar que existe una grieta que separa a dos bandos es tan adecuado para describir a la Argentina de hoy como a la Chicago que se disputaban Eliot Ness y Al Capone. En segundo lugar, porque la Argentina está partida a la mitad por una grieta, pero la comprensión de esta división en términos de kirchnerismo-antikirchnerismo es sólo la espuma de la espuma. La grieta, la verdadera grieta que divide al país, es la que separa a la parte de la sociedad argentina que ha sido capaz de entrar con éxito al siglo XXI y los despojos que los fracasos del siglo XIX y XX han dejado esparcidos por el territorio nacional.
De un lado de la grieta argentina se encuentran los sectores que han conseguido insertarse en el emergente mundo global y postindustrial en el que el valor es trabajo intelectual agregado en forma de conocimientos, información, diversidad cultural, comunicación, innovación y subjetividad, y en el que la riqueza es generada por la inteligencia humana aplicada. Hablo del campo, que produce valor usando organismos genéticamente modificados, tractores guiados por computadoras y conectividad portuaria y digital; de los medios de comunicación, componente central del sistema de circulación de informaciones; de algunos campeones siderúrgicos y automotrices de alto nivel científico-tecnológico; de pequeñas joyas como los sectores de servicios informáticos, biogenética y las mal llamadas industrias culturales. Y hablo, sobre todo, de la enorme población de empleados, docentes, profesionales y gerentes cuyo trabajo consiste en la captación, procesamiento y comunicación de conocimientos e informaciones.
Significativamente, todos estos sectores están integrados al sistema global de producción de valor, son económicamente viables y sobrevivirían si se los trasplantara al mundo avanzado. Con sus enormes limitaciones y defectos, son la naciente Argentina del siglo XXI.
Basta mirar las partes del mapa electoral argentino en que estos modos de producción predominan para verificar que el Partido Populista nunca ha logrado allí la hegemonía, y que en casi todos gobiernan representantes de partidos de la oposición. En cambio, el populismo sigue siendo "exitoso" en los distritos donde subsisten los despojos de los fracasos del pasado nacional: 1) las provincias del Norte, que a fines del siglo XIX se configuraron como periferias de la economía agraria y en las que proliferan las formas monárquico-feudales de organización político-social; 2) las provincias del Sur y la Cordillera, en las que predomina el modelo extractivo de los cazadores-recolectores encarnado hoy por la producción petrolera y minera, y en las que rigen los jefes tribales, la caja y el clientelismo; 3) el conurbano de las grandes ciudades, donde el industrialismo de mano de obra intensiva perdió el rol progresista que desempeñara durante el siglo XX dejando millones de argentinos sometidos a salarios miserables, trabajo en negro y contaminación ambiental, y a la violencia asociada a la batalla por el territorio entre las patotas, los aparatos políticos y las policías bravas.
Ninguno de estos tres sectores está integrado al sistema global de producción de valor, ni es viable sin los subsidios aportados por los demás sectores, ni sobreviviría si lo trasplantaran fuera del país. La conclusión es simple: una parte de la Argentina vive hoy, pésimamente, de la otra, y fagocita toda posibilidad de desarrollo nacional. Y el Estado, que ayer fue un agente fundamental del desarrollo, ha sido colonizado y convertido en agencia mafiosa de reclutamiento, coordinación y captación de recursos para la oligarquía populista que comanda el proceso. Por eso no es casual que desde el retorno a la democracia hayamos tenido una década presidida por un representante del Norte feudalizado y otra por los del Sur petropolítico. Ni es casual que se prepare hoy la década de presidencia de los intendentes del conurbano, con consecuencias fáciles de adivinar si se observan las condiciones de vida en sus distritos, sobre los que el Partido Populista gobierna desde hace décadas.
Tiene razón el gramscismo nac&pop: se trata de la lucha por la hegemonía entre dos bloques. El gran problema de la Argentina es que el bloque atrasado ha encontrado en el Partido Populista su representación política, en tanto que la otra mitad del país no tiene aún quién la represente. No se trata pues de hubris , ni de incapacidad, ni de ceguera, sino de la lucha coherente de la parte decadente de la sociedad nacional por evitar la disolución del poder que ejerce desde mediados del siglo XX, cuando las fuerzas modernizantes de la Argentina fueron derrotadas por la alianza conflictiva entre el Partido Militar y el Populista. He aquí lo que expresan las batallas ejemplarizantes emprendidas por el kirchnerismo contra el campo, las empresas avanzadas, los medios de comunicación independientes y las clases medias urbanas, y que no son sino un intento de sepultar a la Argentina razonablemente exitosa de la cual son la punta del iceberg. He aquí la coherencia de los intentos aniquiladores nac&pop, llevados adelante por mano impositiva en tiempos de paz y por mano epopéyica ante el menor intento de rebelión de los exaccionados. De allí también que haya muy poco de qué alegrarse con el resultado de las PASO, a menos que se piense que la redistribución de la riqueza, el país en serio y la nueva política arrojados como lastre por Néstor y Cristina llegarán de la mano de sus ex jefes de Gabinete, ministros de economía y directores del Banco Central y de la Anses.
La grieta que divide al país no es una grieta, sino algo peor: es la expresión superficial de un terremoto, el choque del futuro con el pasado, el producto del desplazamiento de gigantescas placas tectónicas cuyos temblores nos sacuden y conmueven. Lo que está en juego es si la Argentina fracasada del siglo XIX y XX ha de extenderse al resto del país, ocupándolo con sus villas miseria y sus countries, con sus mafias y sus oligarquías new age , con sus patotas y sus punteros, o si -por el contrario- la Argentina del siglo XXI logrará quebrar la hegemonía populista y ampliar a todos los sectores sus altos estándares de vida y su modo de producción basado en el trabajo intelectual. Si lo logra, podrá rescatar del sistema tribal-monárquico-feudal a sus principales víctimas, que no son las elites ni las clases medias urbanas, sino los habitantes de las provincias del Norte y del Sur y de la periferia de las grandes ciudades, en las que el populismo es amo y señor.
No habrá desarrollo ni justicia social ni condiciones de vida dignas hasta que las capacidades intelectuales y creativas de los argentinos se conviertan en el núcleo de producción de la riqueza nacional, reemplazando al territorio y al bestializante trabajo repetitivo que los defensores del industrialismo manufacturero ensalzan en sus discursos, pero rechazan para ellos y sus hijos. No habrá un futuro digno para la Argentina si las fuerzas opositoras no encarnan la demanda que se expresó con tanta claridad en las marchas que acabaron con el proyecto de reelección cristinista, y que no constituye la defensa de una situación privilegiada, sino una exigencia de extensión de sus beneficios al conjunto de la sociedad. No habrá futuro para la oposición si la oposición no termina de entender a qué se opone y a quién representa; si no comprende que el ciclo nacionalista-industrialista-estatista está agotado, y es necesario reelaborar en clave global y postindustrial los valores progresistas que un día encarnó, y hoy combate. Y no habrá gobernabilidad creíble si los opositores no le hablan con voz despojada de miedo al qué dirán populista, a esa parte moderna y genuinamente progresista del país, cuyo desarrollo es indispensable para sacarnos a todos de la decadencia.
De lo contrario, más allá de eventuales estilos sonrientes y transitorios períodos de calma, la actual dinámica se agravará y la Argentina global del siglo XXI terminará de sucumbir a manos de la liga de los caciques provinciales del siglo XIX y de los intendentes del siglo XX. Ese día, si llega, el nacionalismo acabará de hundir a la nación en la honda grieta que cava desde la aparición del revisionismo histórico, y en esa misma grieta el industrialismo terminará de sepultar a la industria; el estatismo, al Estado, y el populismo, al pueblo y sus esperanzas de paz, progreso y prosperidad. No ha sucedido aún, pero si todo sigue así, sucederá.
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