La verdad sobre la herencia recibida
Aunque resulte una mala noticia, es esencial que al inaugurar el año legislativo el Presidente describa el estado de deterioro en que el kirchnerismo dejó a la Argentina; en un país proclive a vivir en la falsedad, sólo así rescataremos la confianza
Cuando los argentinos queremos que nos crean, no enunciamos la frase directamente; la comenzamos con una expresión significativa: "La verdad…". "La verdad que patatín" y "la verdad que patatán" confirman el contenido de verdad de patatín y patatán. En el país que supimos conseguir, comenzar una frase diciendo "la verdad" significa que lo que sigue es una afirmación que ha de tenerse por verdadera. Pero lo que el giro lingüístico denuncia, sobre todo, es que todo lo anterior o posterior a la frase en cuestión pertenece al terreno de las conjeturas y las incertezas. Te lo digo, sí; pero llegado el caso puedo negar que te lo haya dicho, y hasta quejarme de que me hayas sacado de contexto. En Europa no se consigue.
Algo igualmente extraño sucede aquí con la forma en que juzgamos las afirmaciones. En la Argentina, las afirmaciones pueden ser arriesgadas, extemporáneas, pasionales, glaciales, verdes, amarillas o violetas; jamás verdaderas o falsas. La verdad o la falsedad de lo que decimos nos parece a los argentinos una cuestión menor; un prurito de alemanes calvinistas que nada tiene que ver con lo que se dice, ni con sus resultados. Mentime que me gusta. Qué lindo es dar buenas noticias. Dibujame un poco el número. Si les decía lo que iba a hacer, no me votaban.
Lamentablemente, la civilización moderna se rige por criterios de verdad. Los humanos normales pueden no ponerse de acuerdo acerca de cuál es la verdad, pero a nadie se le ocurre negar el valor de la verdad en sí misma ni creer que el mundo puede funcionar sin ella. A cualquier pelafustán de Copenhague le resulta evidente que falsear estadísticas, ocultar la realidad detrás de mitos y relatos y utilizar criterios falsos como válidos es causa inevitable de desastres. En la Argentina, no. En la Argentina pululan los periodistas militantes y hasta hay un aspirante a Premio Nobel de Matemáticas que sostenía hasta hace dos meses que la inflación era del 8%…
También, en la reciente polémica sobre el número real de desaparecidos suscitada por las declaraciones de Darío Lopérfido, la cuestión de su verdad o falsedad ha sido completamente ignorada. Inoportuno. Desafortunado. Provocador. Agente de la CIA. Que Lopérfido haya dicho o no la verdad, ¿a quién le importa? Muchos de quienes saben perfectamente que el número de 30.000 desaparecidos fue una convención establecida en su momento, por razones más que atendibles pero fenecidas hace décadas, salieron a desinfectarse como si los hubiera picado el mosquito del zika. Al final, previsiblemente, descartado el criterio de verdad, la discusión se fue desmadrando y lo que quedó en cuestión no fue ya el número de desaparecidos, sino el derecho de Lopérfido a opinar sobre el tema; es decir: la libertad de opinión, el derecho a decir lo que uno considere la verdad sin ser linchado.
¿La verdad? La verdad es que de la verdad aquí a nadie le importa nada. No lo digo por maldad, sino de preocupado. Preocupado porque quienes acabamos de comprobar los dramáticos efectos de la mentira sobre la realidad sigamos subestimando el valor de ser veraces. Preocupado porque inevitablemente, fatalmente, la cuestión de la verdad vuelve a tomar el centro del debate político argentino. ¿Debe el Presidente decir la verdad sobre la herencia recibida? ¿Es necesario mencionar en el discurso de inauguración del año legislativo que la emisión monetaria ha sido descontrolada, que el déficit fiscal es insostenible, que la infraestructura se cae a pedazos, que las cuentas de muchas provincias vuelven a teñirse del color de la sangre, que no tenemos petróleo, ni luz, ni gas; que en cada oficina pública se ha encontrado un agujero negro de corrupción e ineficiencia, que la pobreza es más alta que en los 90, que 16 millones de argentinos en edad laboral no trabajan?
Nadie peca de ingenuo. Todos sabemos cómo son las cosas. Si el Gobierno logra hacer aterrizar la economía sin grandes costos sociales y llega a las elecciones de 2017 con el país en fase de despegue, el 80% de la población que no lee diarios ni ve programas políticos votará mayoritariamente por la continuidad de Cambiemos. Y el 20% que se interesa en política y sabe del estado calamitoso en que el kirchnerismo dejó el país, también; con mejores razones. El argumento vale también del otro lado: si la recesión se transformara en depresión, o la crisis en catástrofe, el beneficio de inventario del presidente Macri sería tan útil para impedir el incendio como un ventilador para refrescar el Sahara. ¿Para qué dar malas noticias, entonces, si las encuestas dicen que la luna de miel sigue y la popularidad presidencial anda por el 70%?
Y bien, decir la verdad es esencial por dos razones fundamentales que no aparecen en las encuestas: la primera es que la política no se hace ignorando encuestas, pero menos se hace sólo con encuestas. La segunda es que la verdad tiene un valor intrínseco directamente relacionado con la confianza, elemento decisivo para las relaciones político-sociales… y para la economía. La verdad y el criterio de juzgar las afirmaciones como verdaderas o falsas constituyen valores que el anterior gobierno destruyó, y que merecen ser reparados. Es el valor de que la palabra cuente y de que un apretón de manos pueda sellar un acuerdo, y depende de que la principal autoridad política del país, cuya conducta tiene valor ejemplar, sea una persona creíble y confiable.
¿Por qué temerle a la verdad después de tantos años de decadencia basada en la mentira? ¿Dónde está escrito que la sociedad argentina esté inmadura para comprender la situación en que se encuentra a fuerza de creer en leyendas y relatos? Desde luego, nadie propone un nuevo "sangre, sudor y lágrimas". Bastaría un reporte sucinto de las iniquidades en que nos hemos acostumbrado a vivir seguido por la propuesta del Gobierno para superarlas.
La verdad y nada más que la verdad. Después de todo, un partido no se gana en los primeros diez minutos. Después de todo, uno de los presidentes más exitosos del país más poderoso del mundo estuvo a punto de ser destituido por haberles mentido a sus ciudadanos. Después de todo, quien calla, otorga. No conozco forma de concitar la pasión y el entusiasmo necesarios para reconstruir lo destruido que no pase por el conocimiento de la situación y de las dificultades que deben ser superadas. Sin ellos, sin verdad, no habrá esperanza ni prosperidad sino continuidad de la decadencia. Mentime que me gusta. Qué lindo es dar buenas noticias. Dibujame un poco el número. Si les decía lo que iba a hacer, no me votaban.
Ensayista, especialista en temas de globalización, fue diputado nacional