La verdad escondida
La aparición de presuntos documentos sobre desaparecidos ha vuelto a plantear la incertidumbre respecto de la existencia y eventual destino de archivos de la represión. Con el correr de los días se ha acumulado una montaña de dudas, rumores y sospechas. El misterio sigue en pie.
Víctor Basterra había sobrevivido casi cuatro años en la Escuela de Mecánica de la Armada como falsificador de documentos. No era su oficio, pero lo forzaron a él, mediante tortura y cautiverio. En la intimidad, se aferraba a la vida con la esperanza de hacer llegar más allá de las paredes de su infierno los pocos documentos que había conseguido robar a sus carceleros.
Fue entonces, en 1983, cuando descubrió que no era el único que atesoraba esas pruebas. Miembros del Grupo de Tareas se habían puesto a revolver carpetas, papeles y fotografías para microfilmarlos. Eran conocidos allí: los capitanes Jorge "Tigre" Acosta, Alberto González Menotti, Rafael Bildoza y Carlos "Pingüino" Schelling, reunidos en un grupo especial, bautizado "Copece".
Desde su encierro, Basterra no supo del destino de aquellos microfilmes más que a través de las versiones que le llegaban por suboficiales. Según le decían, los archivos habían sido llevados a un edificio del puerto de Buenos Aires, donde ahora funcionaría el viejo Grupo de Tareas.
Basterra no supo más del tema y con la llegada de la democracia se dio a la tarea de llevar a la Justicia sus propios archivos: fotografías de represores y desaparecidos, fichas de personas secuestradas por los hombres de la ESMA, rollos de negativos salvados de la hoguera.
Pero de aquellos microfilmes, como del grueso de los documentos de la represión ilegal, poco y nada se ha sabido en estos años, hasta que esta semana el tema volvió a estallar en la escena pública por la difusión de una presunta copia del interrogatorio al director de El Cronista Comercial, Rafael Perrota, desaparecido en 1977 y, previsiblemente, muerto bajo el gobierno militar.
El escándalo que rodeó el caso reabrió la polémica sobre los archivos perdidos -que algunas versiones rastrean a través de España y Suiza - y también sobre el papel que deben asumir el Estado, la Justicia, el parlamento y la prensa ante la cuestión.
Rating
El periodista Fabián Doman se ocupó de investigar los presuntos documentos sobre el caso Perrota. "Me llamó un desconocido, con quien nos encontramos en un bar, y me ofreció un "menú` de documentos microfilmados. Después de varias charlas, accedió a entregarme algunos documentos, entre ellos los referidos a Perrota. Desde entonces, he perdido contacto con la fuente", dijo a La Nación.
Doman hizo el clásico trabajo del periodista de investigación: comprobó si los nombres y fechas de los documentos se correspondían con la realidad mediante testimonios y recurrió a la opinión de personas entendidas en la materia o partícipes en los hechos de aquellos años; incluso, en atención al carácter del tema, advirtió a la familia de Perrota, a algunos organismos defensores de los derechos humanos, al jefe del Ejército, Martín Balza, y a ciertos medios periodísticos sobre la revelación que se disponía a hacer.
Hasta allí, todos los consultados se mostraron interesados y hasta alentaron al periodista. Pero la presentación del material durante el programa "Fenómeno", conducido por Mauro Viale, bajo la forma de una dramatización de una confesión bajo tortura recibió rechazos generalizados, incluído el del presidente Carlos Menem.
El enfado por la forma de difusión -más atenta al rating del programa que a la naturaleza del tema- llevó al cuestionamiento de la propia revelación.
Verdad o mentira
En primer lugar, se puso en entredicho la veracidad del documento, tanto por sus orígenes como por su contenido.
Respecto del primero, fuentes de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) dejaron saber que una de las personas que estaría en posesión de archivos microfilmados sería el ex titular de esa oficina en los primeros años del gobierno de Carlos Menem, el ex periodista Juan Bautista Yofre.
Esta versión había circulado entre los periodistas desde tiempo atrás. El lazo definitivo lo anudó el propio Yofre el viernes previo al estreno del programa, cuando alentó las expectativas sobre la próxima aparición de "Fenómeno" y todo aquello que iba a mostrar.
Yofre es, por tradición familiar, un coleccionista de reliquias históricas y artísticas. Sin duda, su puesto en la SIDE podría haberle brindado acceso a los contactos necesarios para obtener los documentos.
Tanto Doman como Yofre niegan la versión. "Lo que pasa -dice Yofre- es que yo fui uno de los consultados por Doman sobre el asunto. Me reuní con él, pero de ninguna manera fui su fuente".
Al entredicho sobre el origen se suma otro sobre el informe mismo. Existen objeciones sobre su contenido y su forma, que pondrían en duda su autenticidad.
Burocracia
Ocurre que, en efecto, había un estricto orden burocrático sobre cómo hacer cada una de las tareas. El anexo 14 de la orden 9/77, firmada por el entonces general Carlos Suárez Mason, comandante del Primer Cuerpo de Ejército, establecía con precisión con qué periodicidad y con que características debían ser presentados los informes sobre cada una de las operaciones realizadas.
En el anexo 4, sobre "Ejecución de blancos", se determina taxativamente que antes de cada operación se debía pedir permiso al comando superior y luego producir un informe sobre los resultados, acorde con los términos del anexo 14.
Pese en esta minuciosa planificación, la práctica real distaba en muchos casos del ideal.
En primer lugar, las Fuerzas Armadas tenían una fuerte resistencia a coordinar sus acciones y una mucho mayor a compartir información. Abundan testimonios de oficiales -siempre bajo condición de anonimato- sobre la competencia y aun el sabotaje mutuo.
En segundo lugar, la simple ineficiencia, sumada a la clandestinidad, contribuyó a la dispersión de los documentos.
"Trabajé en la División de Protección del Orden Constitucional (POC) durante un par de años -relató un ex oficial de la Policía Federal-, y los archivos eran un desastre. Había un montón de información, clasificada de diferente manera y que nadie utiliza, porque son cuestiones políticas en las que nadie quiere meterse."
Poco tiempo atrás, el general Balza intentó obtener los archivos sobre la Alianza Nacionalista de los años 50 y descubrió que no había nada en el Archivo del Ejército, pese a que debía existir un expediente.
Aún hoy, el jefe de Inteligencia de la fuerza, general Jorge Miná, encuentra resistencias internas cuando pretende documentar las actividades de su oficina, bajo forma secreta y confidencial.
El método tradicional, a lo largo de los años, ha sido quemar los documentos y esa fue la política del Proceso de Reorganización Nacional al llegar a su fin: en 1983, el año en que los marinos de la ESMA microfilmaban lo que podían, el presidente Reynaldo Bignone ordenó destruir todo papel relacionado con la represión ilegal.
"Estaban todos muy asustados como para conservar algo", asegura hoy un oficial de inteligencia que ya revistaba entonces.
Pero diversos testimonios e indicios apuntan a la conclusión contraria. En palabras del ex fiscal federal Luis Moreno Ocampo, adjunto de Julio Strassera en el juicio a los ex comandantes, "los militares guardaban archivos minuciosos de todo lo actuado, algo que era imprescindible para sus tareas de inteligencia. Esos archivos fueron destruidos o alguien se los llevó. Probablemente muchos de los que participaron en estas tareas tengan copias personales: una de ellas es la que habrá llegado a manos de Mauro Viale".
Ministerio de la Verdad
Ante las dificultades para determinar la autenticidad de los pocos documentos que trascienden y ante la magnitud del esfuerzo que requiere su certificación y el rastreo de lo faltante, las miradas se han vuelto hacia el Estado.
Los organismos defensores de los derechos humanos han realizado innumerables gestiones antes la Justicia, el Congreso de la Nación y el Poder Ejecutivo con el fin de que asuman la tarea de reconstruir los tramos ocultos del pasado.
Los juicios contra militares acusados de violaciones a los derechos humanos, el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y los diversos pronunciamientos de organismos internacionales se basaron casi exclusivamente en declaraciones de las víctimas y de privilegiados testigos, a falta de respuesta institucional frente a las pesquisas.
Moreno Ocampo recuerda que "durante el juicio (a los ex comandantes) intentamos pero no conseguimos juntarnos con estos archivos de la represión. Se los pedimos al Comando en Jefe del Ejército y no nos los dieron. Era previsible. Además, nunca hicimos un allanamiento al Servicio de Inteligencia del Ejército o a la ESMA: en una de esas, ahí quedaba algo".
Sólo hubo unos pocos documentos, como las directivas globales sobre el plan represivo, que el centro de Documentación del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) aún conserva. Pero es mucho más lo que falta.
A partir de la aparición de "arrepentidos" de los grupos de tareas, como el ex oficial de la Armada Adolfo Scilingo, quien aseguró que los archivos existían, el reclamo de los organismos de derechos humanos se acrecentó, aún con magros resultados.
El primer eco se produjo en la Justicia. La Sala II de la Cámara Federal abrió una causa destinada a dilucidar el destino final de las personas desaparecidas durante el gobierno militar.
"La causa, en realidad, funciona como una suerte de jurisdicción permanente que permite canalizar las diversas búsquedas -explicó una fuente vinculada con la Cámara-. Así, se ha enviado un exhorto a España para saber si existen allí copias de los archivos, se hacen averiguaciones sobre los NN enterrados en la Chacarita, se pide informes al Ejecutivo y a las Fuerzas Armadas, etcétera".
En cambio, el Congreso de la Nación no ha contemplado hasta ahora el pedido de los organismos de que se cree una Comisión Bicameral de la Verdad, con el fin de reconstruir el pasado.
Como 13 años atrás, cuando el radicalismo se negó a formar una comisión investigadora en el Congreso y en su lugar creó la Conadep, ahora el Partido Justicialista rechaza una iniciativa que chocaría con su política en la materia, inaugurada con los indultos a todos aquellos implicados en procesos derivados de la era militar.
Por último, el Poder Ejecutivo no ha reconocido como propia la tarea de reconstruir los archivos. En primer lugar, se escudó en la destrucción ordenada por Bignone en 1983 para responder que nada puede aportar al respecto.
Ahora, luego del programa de Mauro Viale, el ministro del Interior, Carlos Corach, invitó a todos aquellos que posean documentos relacionados con la represión a acercarlos a esa dependencia, a imitación de una sugerencia del mismo tenor efectuada por el general Balza a sus subordinados.
"En todo el mundo hay países que enfrentan el problema del pasado: todos los estados poscomunistas de Europa y Asia, las ex dictaduras de América latina y Sudáfrica", observó el historiador británico Timothy Garton Ash. Cada uno lo resuelve de una forma distinta. "Sólo la nueva Alemania ha hecho todo", destacó.
El ejemplo alemán es paradigmático, ya que vivió en este siglo dos diferentes políticas de terror implementadas desde el Estado: la del nazismo, en los años 30 y 40, y la del stalinismo, desde la posguerra hasta la caída del Muro de Berlín, en 1989.
Tras la reunificación alemana, el parlamento convino en que cada ciudadano tenía derecho a conocer la información que poseía el ex servicio de seguridad del Estado de la ex República Democrática.
Para ello, se creó un ministerio especial -el "ministerio de la verdad", como lo llama Ash-, que se ocupa de entregar a todo aquel que así lo requiera la ficha que hubiera sobre su persona y aquellas vinculadas: las de los agentes que lo investigaron y también las de conocidos, amigos y aún familiares que fueron usados como soplones en su contra.
El "ministerio de la Verdad" emplea a más de 3000 personas y cuenta con un presupuesto de 150 millones de dólares.
La necesidad de enfrentar el pasado no es sólo un problema de los organismos defensores de los derechos humanos, sino del conjunto de la sociedad: aún de los militares.
Sentado en su despacho, un general en actividad, miembro de la actual cúpula, reflexionó: "Hemos sido educados en una cultura de temor. Se supone que los militares deben ser valientes. Pero quien dispara por la espalda a un hombre esposado es solamente un cobarde. Ahora debemos cambiar de cultura y aprender a ser valientes, a enfrentar la verdad".
Prefirió mantener su nombre en reserva.
Un dilema moral
La crónica de los tenebrosos crímenes perpetrados en la década del 70 en el contexto de la acción desplegada por las Fuerzas Armadas contra las organizaciones subversivas acaba de recibir otro aporte estremecedor: el presunto documento que contiene la transcripción del interrogatorio a que habría sido sometido en 1977 el periodista Rafael Andrés Perrotta en dependencias del Batallón de Ingeniería 601, en ese momento a cargo del general de brigada Carlos Alberto Martínez.
Más allá de las chocantes circunstancias en que ese texto sombrío y doloroso fue sacado a la luz y de la desaprensión de quienes lo utilizaron para montar, con reprobable oportunismo, un show de televisión de pésimo gusto y dudoso interés testimonial, la aparición de ese documento reviste importancia por dos motivos.
En primer lugar, porque -si se confirma su autenticidad, como todo parece indicarlo- se trata de un instrumento que ratificaría la veracidad de las denuncias sobre el trágico destino personal del ex director de El Cronista Comercial, quien habría sido secuestrado por personal de la mencionada unidad militar y posteriormente remitido a la jurisdicción de la provincia de Buenos Aires, donde habría sido asesinado. El nombre de Perrotta integraba desde hace mucho tiempo la nómina de personas desaparecidas durante la gestión del gobierno militar instaurado en 1976.
Pero la difusión pública de este texto tiene significación, también, como señal de que los llamados archivos de la subversión, aunque destruidos en su versión documental original, sobreviven en manos de quienes tuvieron la precaución de microfilmarlos o fotocopiarlos antes de su destrucción, tal vez porque tenían interés en protegerse -de un modo u otro- contra eventuales demandas que los involucraran como responsables de los hechos consignados, quizá porque entrevieron el alto valor económico que esos elementos podían llegar a tener en algún momento.
La sociedad argentina se encuentra hoy, pues, ante un grave dilema moral. Por un lado, es indudable que existe un altísimo interés público en alentar y promover la difusión de todo material que pueda echar luz sobre ese periodo sobrecogedor de nuestra historia reciente. Los hechos que conmovieron al país durante la década del 70 siguen envueltos, en muchos casos, en un cono de sombra. Cuanto se haga para conocer la verdad de lo acontecido en un tiempo que ha dejado profundas cicatrices en el alma de los argentinos merece ser apoyado y auspiciado.
Pero, por otro lado, es evidente que los archivos de la subversión que susbsisten en manos privadas son parte del patrimonio del Estado o, en todo caso, de la República. O, mejor aún, de la sociedad en su conjunto. Quienes los conservan en su poder no tienen derecho, pues, a considerarlos parte de su patrimonio privado. Esta verdad tan simple corre hoy el riesgo de ser olvidada y existe el temor fundado de que esté empezando a cobrar auge la comercialización inescrupulosa de los documentos de la lucha contra la subversión por quienes se consideran, sin derecho, sus propietarios.
Asistimos, entonces, al choque de dos intereses contrapuestos, igualmente legítimos. Por una parte, el interés de la sociedad en que se difunda la mayor documentación posible acerca de un periodo controvertido y trágico de la historia reciente. Por la otra, la repugnancia que causa la idea de que haya particulares dispuestos a beneficiarse económicamente con la difusión de documentos vinculados con la muerte violenta o con el padecimiento inenarrable de incontables seres humanos. Documentos que, además, no les pertenecen, pues integran, como queda dicho, el patrimonio moral de la República.
El dilema está planteado. Por nuestra parte, formulamos votos para que la sociedad en su conjunto encuentre el camino para posibilitar el mayor flujo posible de documentos sobre los horrores de la década del 70 y garantizar el pleno acceso de la opinión pública a su contenido, con el mínimo costo moral; es decir, dejándole el menor espacio posible a quienes pretendan lucrar con episodios tan íntimamente ligados al dolor de los argentinos.
La tarea pendiente de la autenticidad
La veracidad del documento presentado como una transcripción del interrogatorio al periodista Rafael Perrota fue puesta en duda por un ex miembro de un grupo de tareas que pidió reserva de su nombre.
Fabián Doman, el periodista que consiguió el documento, dijo que mantuvo sus propias dudas sobre la autenticidad de los papeles que le fueron alcanzados, hasta que pudo comprobar que los datos consignados -fechas, nombres de personas- concordaban con los obtenidos por otras fuentes.
Sin embargo, el ex represor consultado por La Nación observó varias anormalidades en el documento y la reconstrucción posterior de la historia:
- No era común que un detenido fuera derivado del Batallón 601 del Ejército a la Policía Bonaerense o a un Grupo de Tareas de la Armada, como se sugiere en el documento. El ERP, al que se quiso vincular a Perrota, sólo era investigado por Inteligencia del Ejército y la Policía Federal.
- En el edificio del Batallón 601, en Viamonte y Callao, jamás hubo un detenido. Para eso se empleaban los Lugares de Reunión (centros clandestinos).
- Los documentos clasificados como "estrictamente secreto y confidencial" no necesitaban una segunda aclaración como "No difundir"-tal como sí figura en los papeles que llegaron a manos de Doman- para que se supiera que no debían circular. Este agregado parece espúreo.
- Rara vez se utilizaba grabador en los interrogatorios. No era común, ni tampoco la transcripción del interrogatorio. Más bien se hacía un acta posterior con la declaración del interrogado. (Sin embargo, el general retirado Ramón Camps difundió en 1981 las cintas que contenían sus interrogatorios al ex director del diario La Opinión, Jacobo Timmerman).
Por su parte, Doman destacó que también consultó a conocedores del mundo de la Inteligencia local -entre ellos, Juan Bautista Yofre, ex titular de la SIDE- y que éstos opinaron que los textos eran auténticos.
Diferencias
El formato, con todo, no se corresponde con lo requerido en las órdenes de operaciones dictadas por las autoridades militares, en las que se establecía el modo en que debía ser presentado un informe.
Víctor Basterra, el sobreviviente de la ESMA que alcanzó a rescatar algunos documentos de la hoguera, en 1983, opinó que "las metodologías empleadas cambiaban con los años, los oficiales a cargo y aun los diferentes grupos. Por ejemplo, cuando yo fui secuestrado, en 1979, todavía estaba a cargo el capitán Luis D´Imperio, del Servicio de Inteligencia Naval (SIN) -recordó-. Pero al poco tiempo fue desplazado por presión del Grupo de Tareas, que quería tener el control completo de las operaciones, sin interferencias".