La verdad del teatro en el propio cuerpo
Por la admirable entrega emotiva de Miguel Ángel Solá y Daniel Freire, por la tensión dramática que generan desde el escenario, por el rigor de un texto que hace de la síntesis uno de sus más sólidos pilares, El veneno del teatro , la obra de Rodolf Sirera que dirige en el Maipo Mario Gas, permite pensar no sólo en la esencia del hecho teatral, sino también en aspectos de la vida misma.
En Corpus, el filósofo francés Jean-Luc Nancy, explica: "No tiene sentido hablar de cuerpo y de pensamiento separados uno de otro, como si pudiesen ser subsistentes cada uno por sí mismo: no son otra cosa que su tocarse uno a otro, el tacto de la fractura de uno por otro, de uno en otro. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia". Y en el teatro, agregamos, el actor piensa con el cuerpo. Tanto los matices de su voz como sus movimientos más sutiles provienen de esa operación inconsciente que son las asociaciones del cuerpo. Lo que se produce de aquí en más es complejo y sencillo a la vez. El cuerpo es siempre un tono. Y se modifica en relación con los otros cuerpos que habitan la escena. La enorme economía de recursos actorales de Miguel Ángel Solá, un auténtico "animal de teatro", es una de sus más notables cualidades. En El veneno del teatro va del personaje del amo al del esclavo con asombrosa sencillez. Poco importa que en la obra se los llame el señor y el mayordomo, lo cierto es que el esclavo es aquel que no puede disponer de su cuerpo, mientras que el amo es el que domina y somete el cuerpo del esclavo.
Daniel Freire, otro actor extraordinario, interpreta a Gabriel de Beaumont, un divo de la escena que llega a la casa de este misterioso y extravagante señor. Pero todo su esplendor inicial irá derrumbándose en la medida en que su cuerpo es sometido al más radical de los experimentos. ¿Qué experimento? Ver hasta dónde se puede decir la verdad sin vivirla con el propio cuerpo y hasta las últimas consecuencias. ¿Qué siente el moribundo frente a la proximidad de la muerte? ¿Cómo se puede interpretar la muerte si la muerte es irrepresentable?
El problema ya lo anticipó Shakespeare cuando le hace decir a Hamlet: "No es monstruoso que ese actor fingiendo, soñando sólo una pasión, amolde el alma de tal modo a su capricho que en completo su rostro palidece, vierten sus ojos lágrimas, todo por nada, todo por una vana ficción". Para rozar la verdad el intérprete compromete su cuerpo en el límite de lo soportable. En ese sentido la tarea del actor es monstruosa, ya que recibe el cuerpo de otro sin despojarse del propio. Lo que le pide el señor al atribulado Gabriel es que sea Sócrates en la muerte. El momento sublime sólo podría producirse si el actor muere con su personaje. No si representa la muerte.
El planteo nos conduce hacia el problema de la verdad en el teatro. Ningún espectador espera ni que Antígona muera en escena ni que Edipo se arranque los ojos. Sin embargo, lo que busca quien va al teatro es una exigencia de verdad. Y esa verdad sólo está en las verdades de los cuerpos. Antonin Artaud decía que el teatro "es como la peste, un azote vengador, una epidemia redentora". Pocas veces sentimos esa conmoción que reclaman los que han experimentado el teatro en profundidad. George Steiner, en La poesía del pensamiento , sostiene que el Sócrates de Platón es una construcción literario-dramática sin par. De lo real de la muerte de Sócrates nunca sabremos nada. De cómo el veneno recorría su sangre o de lo que sintió en el umbral de la nada, tampoco. Pero de alguna manera, el teatro se asoma a zonas desconocidas y nos acerca a ciertas instancias del orden de la verdad. Porque en la vida los cuerpos hablan siempre, incluso, o más aún, cuando dormimos. En los juegos del erotismo o en los temores ancestrales, en las luchas por la supervivencia o en la paz, en el desánimo o en la alegría el cuerpo habla y dice. En eso el teatro se parece a la vida. Y algunas veces resulta más verdadero que la vida. Es cuando el pensamiento baila, como sugería Nietszche. Y en ese movimiento hay que intentar apresar la verdad. Aunque surja como un relámpago está allí. Y quizá en ninguna otra parte.
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