La verdad de las mentiras
LONDRES
Hace algunos años fui a Turín, invitado a dar unas charlas en la Academia Holden -así llamada en homenaje al personaje de la célebre novela de Salinger- por su fundador, el novelista italiano Alessandro Baricco. El autor de la delicada e inteligente historia de Seda no se contenta con escribir buena literatura; además, es un promotor y agitador literario, como lo comprobé aquellos días en la academia que ha creado para alentar a jóvenes narradores, guionistas, dramaturgos, etcétera, y en la curiosa librería ideada por él, en la que sólo se ofrecían al público unos cuantos títulos, eso sí, cada uno arropado con informaciones, artículos, recomendaciones grabadas de autores y críticos contemporáneos. (Entiendo que la librería ya cerró.)
Baricco me habló también de un espectáculo que había montado un par de veces, dedicado a los libros y a la música, en el que él mismo leía, a veces solo y a veces acompañado por una actriz, fragmentos narrativos de sus autores favoritos. Me regaló un video y lo que vi en él me gustó mucho. Desde entonces me daba vueltas en la cabeza -como uno más de esos proyectos que la conciencia acaricia de tanto en tanto sabiendo que jamás se materializarán- la tentación de hacer algo parecido con algunos de esos textos queridos que de tanto releerlos o recordarlos se vuelven como miembros de la familia.
Algunos meses después cometí la temeridad de contarle todo esto a mi amigo Juan Cruz, hombre orquesta y fuerza de la naturaleza que nada olvida y, si es necesario, para realizar lo que se le mete entre ceja y ceja, hace hablar a las piedras y trinar a los hipopótamos. Después de equis tiempo me llamó para decirme que había una posibilidad de volver realidad aquella fantasía.
Con motivo del cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, el Ayuntamiento de Barcelona iba a lanzar este año 2005 un vasto programa de fomento del libro y de la lectura, y Sergio Vila-Sanjuán, comprometido en esta empresa, había tomado con entusiasmo su sugerencia de poner en práctica aquel espectáculo. Absolutamente convencido de que aquello no pasaría del estado prenatal, vine a Barcelona y conversé con Sergio y Ferrán Mascarell, regidor de Cultura del Ayuntamiento, que parecía insensatamente convencido de que aquello de leer historias en un escenario no anestesiaría al auditorio, más bien lo animaría y dispararía a comprar buenos libros de literatura. Aunque llegamos a fijar una fecha posible para aquellas dos funciones -yo creí que bastaría con una y ellos estaban seguros de que hacían falta dos-, para un año más tarde, yo salí de allí bastante tranquilo, seguro de que aquello no pasaría del blablablá.
Para mi estupefacción, unas semanas más tarde se presentaron en mi casa de Madrid Juan Cruz, Sergio Vila-Sanjuán y un directivo del Teatro Romea de Barcelona para fijar los últimos detalles del proyecto. Fue la primera vez, para mí, que éste empezó a tomar cierta consistencia real. Presa de una comezón angustiosa, me pregunté: "¿No te estás metiendo en camisa de once varas?". La respuesta era obvia: definitivamente, sí. Una razón irresistiblemente atractiva para hacerlo, claro está.
Para entonces, ya estaba seguro de que si alguna vez se llevaba aquella idea a las tablas el personaje ideal para actuar en ella sería Aitana Sánchez-Gijón. No sólo porque es una excelente actriz, sino por su inteligencia y su cultura. No la conocía en persona, pero había escuchado una larga entrevista que le hicieron y me había impresionado la seguridad y el buen gusto con que hablaba de literatura. ¿Aceptaría comprometer su prestigio en una aventura de esta índole? Aceptó y a partir de ese momento comencé a trabajar en lo que hasta entonces no había pasado de ser una linda nebulosa.
Mi trabajo inicial consistió en elegir los autores y los textos. Eso resultó lo más fácil. Bastaba cerrar los ojos y consultar la memoria: allí había un formidable arsenal de historias, personajes, situaciones, paisajes, diálogos que, al leerlos, me habían conmovido hasta los huesos. El Quijote, era evidente, tenía que entrar allí de cajón. Y parecía oportuno elegir un episodio de la novela que ocurriera en Barcelona. ¿Por qué no el encuentro del Caballero de la Triste Figura y Roque Guinart y su partida de cuarenta bandoleros catalanes y gascones? Es un encuentro bastante excepcional, porque en él se confunden la realidad histórica y la fantasía literaria, un personaje de mentira y un personaje de verdad, secuestrado por Cervantes de la historia viva y zambullido en la ficción. ¿Qué mejor manera que ésta para empezar a ilustrar las escurridizas relaciones que, en las historias literarias, mantienen la verdad y la mentira, la fantasía y la acción?
Los otros autores estaban allí, frente a mí, con sus textos bajo el brazo: El mono, de Isak Dinesen; Una rosa para Emily, de William Faulkner; El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti, y El Aleph, de Jorge Luis Borges. Todas obras maestras absolutas. Pensé incluir también Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar, pero tuve que sacrificar este hermoso relato porque alargaba excesivamente la función.
En mi plan inicial, la lectura de fragmentos seleccionados de estos textos alternarían, como en el espectáculo de Baricco, con números de música. Y, después de mucho barajar nombres, había pensado invitar a participar a una arpista excepcional: Ariadna Savall. Pero este formato fue radicalmente transformado -y estoy seguro de que en buena hora- cuando el Teatro Romea me propuso a Joan Ollé como director del espectáculo. Tenía excelentes credenciales, y acepté. En la primera reunión que tuvimos le expliqué la idea y le conté algunos de los relatos que había elegido y que él no conocía (o me dijo que no los conocía porque quería oírme contárselos).
En la segunda reunión me soltó el toro bravo: salvo, tal vez, en Alemania, no había en el resto del mundo público normal que soportara una hora y media de lecturas literarias, aunque uno de los lectores fuera Aitana Sánchez-Gijón. Era preciso reformar de raíz el proyecto: debía concentrarse en las historias -sólo habría unas breves cortinas musicales para levantar unas fronteras entre aquéllas- y las lecturas debían servir para ilustrar o completar unos relatos orales que yo haría, versiones que guardarían toda la fidelidad posible con los textos originales.
Su concepción me desconcertó al principio, pero, reflexionando, era verdad que enriquecía mucho el plan inicial. De este otro modo, el espectáculo fundiría dos tradiciones: la de los contadores de cuentos, antiquísima, hundida en la noche de los tiempos, practicada por todas las culturas, y la tradición literaria, fruto tardío de aquélla y caracterizada por la escritura en vez de la voz. Para que aquello funcionara era importante que no hubiera un guión previo, ni siquiera una resumen memorizado de las historias. Yo debía contarlas de manera espontánea, sin alterarlas en nada esencial, pero incluso tomándome algunas libertades en los detalles, como hacen los contadores de cuentos ambulantes, que, para no aburrirse de sí mismos, suelen hacer variaciones alrededor de las historias de su repertorio. Seleccioné, entre los textos, los cráteres, aquellos momentos de máxima concentración de vivencias de cada relato, y releí varias veces esas historias para que mi memoria retuviera de ellas lo que más me había asombrado y conmovido.
El único problema es que yo no era un actor y aquello exigía ciertas dotes de interpretación. Debo a la infinita paciencia de Joan Ollé y a la benevolencia y compañerismo de Aitana Sánchez-Gijón el que mi debut en las tablas, a mis 69 años, haya sido menos catastrófico de lo que pudo haber sido.
Y, de algún modo, significó una experiencia que me devolvía a mi adolescencia, casi a mi niñez, allá en Lima. En esa época, cuando mi vocación literaria empezaba a imponérseme, yo soñaba con ser un autor de teatro. Había descubierto la fascinación de las historias interpretadas en un escenario, gracias a La muerte de un viajante, de Arthur Miller, que la compañía argentina de Francisco Petrone llevó a Lima, en los años cincuenta. Estoy seguro de que, si en aquellos años, en Lima hubiera habido un movimiento teatral más o menos constante, hubiera sido un dramaturgo. Pero no lo había y escribir para el teatro era no llorar, sino algo peor: tener que resignarse a ver muy rara vez, acaso nunca, una obra escrita por uno sobre un escenario.
Debo muchas cosas a Barcelona. Haber visto publicado mi primer libro de cuentos, gracias a un grupo de médicos aficionados a la literatura, encabezado por el doctor Rocas, que creó el Premio Leopoldo Alas, que tuve la suerte de ganar en 1958. Haber visto publicada mi primera novela, que el editor Carlos Barral promocionó por todo el ámbito de la lengua. Haber puesto mis libros (y casi casi mi vida) en las manos pródigas de Carmen Balcells. Y haber pasado allí, entre 1970 y 1974, unos años exaltantes, de amistad, ilusiones y trabajo creativo que siempre recuerdo con nostalgia.
Ahora le debo haber visto de adentro, por dos noches inolvidables -muerto de miedo y de felicidad- ese mundo aparte y mágico del teatro.
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