La “verdad de la milanesa” es que toda fiesta se paga
El ciclo de populismos que despilfarran y gobiernos republicanos que ordenan tiene algo de la condena de Sísifo: los populistas dejan caer la enorme piedra para que después otros la vuelvan a subir
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José María Borghello, un escritor tan secreto como exquisito, vivió muchos años en Mendoza, donde entabló una rica amistad con Antonio Di Benedetto. El 24 de marzo de 1976 recibieron juntos la noticia del golpe militar en la redacción del Diario Los Andes, del que Di Benedetto era director y donde había publicado notas muy críticas sobre los crímenes de la Triple A. Era tal el clima de época que la noticia fue recibida con júbilo y llegaron a abrir una botella de champagne para brindar por el fin de lo que consideraban un gobierno espantoso. No podían imaginar en ese momento que vendría algo peor, ni mucho menos que pocas horas después Di Benedetto sería arrestado por la dictadura dentro del propio diario. Lo escabulleron por una puerta trasera para evitar que los circunstantes, que leían agolpados las últimas noticias en las pizarras de la calle, advirtieran que se llevaban preso al director.
En los meses en que permaneció ilegalmente detenido llegaron cientos de cartas de todo el mundo pidiendo su liberación. En el almuerzo que el 19 de mayo tuvieron Borges y Sabato en la Casa Rosada abogaron ante Videla por la libertad de Di Benedetto. Él estaba perplejo porque no entendía el motivo de su arresto y los militares estaban desconcertados porque no sabían que el preso era tan famoso. Finalmente lo liberaron y se exilió en Madrid, de donde volvió recién en 1984. Fue entonces cuando la editora Poldy Bird lo invitó a una comida en su casa, junto al escritor tucumano Juan José Hernández y a su amigo José María Borghello.
En cierto momento de la noche se empezó a hablar de la Beca Guggenheim. Di Benedetto detalló las condiciones de trabajo que le habían impuesto los norteamericanos. Hernández contestó que a él no le habían pedido nada, queriendo hacer notar, no sin malicia, que la vara de exigencias de la beca medía la estatura del premiado. Di Benedetto lanzó un contraataque: “Se ve que los norteamericanos hacen diferencias según las tendencias sexuales”, sugiriendo que había tenido una ventaja no por su mayor grandeza como escritor, sino por pertenecer a una privilegiada minoría. Hernández estalló, se paró y amenazó con tirar el mantel con toda la vajilla encima. Di Benedetto se aprestó para el pugilato. No les importó arruinar la noche con tal de salvar su reputación. Borghello permanecía mudo. Poldy Bird, aterrorizada, atinó a hacer sonar la campanita llamando a sus asistentes.
Los dos mentían, pero se chicaneaban: Hernández sabía que las condiciones eran parecidas para todos y Di Benedetto sabía que la inclinación sexual no jugaba ningún papel. Una beca otorgada por los norteamericanos, a la que ambos se habían presentado voluntariamente y cuya obtención habían festejado, era sin embargo un hecho maldito para dos escritores argentinos cuyo talento no podía evitar ciertas veleidades anticapitalistas.
A contraluz, en esta anécdota, se percibe la entretela que organiza las declaraciones, los silencios y las renuncias que rodearon la negociación del Gobierno con el FMI y los Estados Unidos. Muchos afirman que tratar de analizar lo que hace el kirchnerismo es estéril, porque no opera con ninguna lógica. Otra forma de ver el tema es que esa apariencia caótica esconde un plan político descifrable, una suerte de piedra de Rosetta peronista. La escena del 17 de noviembre, cuando la columna de La Cámpora no terminó de ingresar a la Plaza de Mayo, en un acto convocado por el Presidente y los sindicatos oficialistas para celebrar la derrota, fue el reverso jibarizado, la raíz cuadrada de aquel famoso vaciamiento de la plaza por parte de los montoneros “imberbes”, que se retiraban al grito de: “Qué pasa, qué pasa, General, que está lleno de gorilas el gobierno popular”. Aquella vez se iban, esta vez no entraban; aquella vez Perón los echó, esta vez permanecieron en un limbo callejero; aquellos usaban armas, estos –más pragmáticos– usan las cajas del Estado. Pocos días después, conducida a control remoto por Cristina, se produjo la desbandada teatral del gabinete. Un homenaje a Chacho Álvarez: lástima que no hicieron una parada simbólica en el Varela Varelita.
Esa doble pero tibia declaración bélica fue refrendada por cinco movimientos. Cuando la aprobación del presupuesto parecía encaminada, Máximo Kirchner produjo un discurso trasnochado que precipitó el rechazo. El 26 de enero, mientras el Gobierno intentaba cerrar el acuerdo por la deuda, Cristina Kirchner quemó las naves en la Facultad de Tegucigalpa: el FMI, Estados Unidos y los grandes bancos dejaron de ser meramente malvados para convertirse en cómplices del narcotráfico. Luego sobrevinieron el “renunciamiento” de Máximo y el áspero silencio de Cristina. Por fin, la ausencia deliberada de Máximo en la apertura de sesiones, el 1º de marzo, terminó de ordenar las piezas bajo la lógica de la guerra fría iniciada con las cartas de desamor y con los funcionarios que echó Cristina, como Losardo, y con los que no pudo echar Alberto, como Basualdo. Todo encastra: inútil pensar en meros arrebatos glandulares del primogénito.
Alberto Fernández le atribuye al acuerdo una naturaleza fingidamente dulce. Como Juan José Hernández, él también dice: “Nos exigieron poco y nada”. Si fuera así, ¿por qué sostuvo en Rusia, victimizándose, que no quiere depender más de Estados Unidos? Cristina inversamente dice: “Nos exigieron demasiado”. Fantaseaba a lo grande, con veinte años de gracia y quitas de intereses que les posibilitaran volver a fogonear artificialmente el consumo: otra fiesta fugaz. Con sopa de cabello de ángel los populistas no ganan elecciones ni consiguen absoluciones judiciales. Prefieren que se hunda el país, pero no desilusionar a la feligresía emancipadora.
El déficit fiscal que recibió Macri en 2015 era una trampa para incautos: si ordenaba todos los desajustes que le dejaron, como le pedían candorosamente los economistas ortodoxos, se derrumbaba ese gobierno y volvíamos al sistema de partido único que primó en la primera década del milenio: nos despedíamos de la democracia. El ciclo de populismos que despilfarran y gobiernos republicanos que ordenan tiene algo de la condena de Sísifo: desde lo más alto de la montaña los populistas dejan caer la enorme piedra, para que después otros trabajosamente la vuelvan a subir, y así sucesivamente.
Esta vez el populismo está tomando de su propia medicina: les toca a ellos subir la piedra y se vuelven ariscos. Parte de la deuda la contrajo Macri, sí, pero para compensar el gigantesco déficit que le dejaron. Los kirchneristas no muestran otra solución alternativa más que fantasías inaplicables o el default, con el que coquetean pero al que a la vez temen, como quien siente vértigo ante el abismo. Por eso madre e hijo no deslizan la hipótesis de la insolvencia sino en sordina, por intermedio de vicarios cuya inimputabilidad los torna aptos para los libretos más disparatados.
A falta de mejores argumentos y en una posición parecida al rey ahogado del ajedrez, el guion kirchnerista se desvanece en la consabida cantinela acusatoria: “Macri nos endeudó”. Pero esa afirmación es tan hipócrita como decir que el mundo está apoyado sobre elefantes sin aclarar sobre qué están apoyados los elefantes. El hojaldre tiene varias capas: si no hubieran alentado a los argentinos durante una década a vivir por arriba de sus posibilidades la deuda no existiría. La historia no es discontinuada, no hay múltiples historias sino una, encadenada, dialéctica. Este doble juego, este contorsionismo, estos malabares circenses no son más que el ardid de Cristina para ocultar, siguiendo su jerga arrabalera, la “verdad de la milanesa”: toda fiesta se paga.