La vanguardia del bien público
La discusión política en la Argentina se reduce por estos tiempos a la polarización “Estado versus mercado” y posterga el camino más venturoso hacia el desarrollo sostenible. En medio de esta dicotomía, la sensatez se vuelve esquiva. Las opciones parecen circunscribirse a un modelo de Estado omnipresente, que amenaza las libertades individuales o a la exaltación del mercado, que desestima el valor de lo público. Sin embargo, ni lo público es monopolio del Estado ni el sector privado se limita al arbitrio de la oferta y la demanda.
Detrás de ese falso dilema -pues no se trata de uno u otro, sino de uno y otro- y de la disputa entre “socialistas” y “neoliberales”, se erige sobrio el bien público. Un bien público que no comulga la narrativa de la confrontación ni exacerba facciones. Por eso, en sociedades enardecidas, pasa desapercibido. En medio de la lógica amigo-enemigo no hay lugar para un “nosotros” inclusivo. Sin embargo, el bien público, pese a lo que su nombre pueda sugerir, no es potestad exclusiva del Estado; es, de hecho, el mejor indicador de una sociedad integrada y todos tenemos una tarea en su promoción.
La educación es un bien público cuando permite que el hijo del CEO de una multinacional y el hijo de un trabajador asistan a la misma escuela y reciban una formación de igual calidad.
Es cierto que esta imagen puede darse más a menudo en países desarrollados, o al menos en aquellos donde la desigualdad no condena a las personas a la pobreza desde el nacimiento. Ahora bien, ¿son estos desafíos exclusivamente inherentes a la política y a los políticos? Lamentablemente, hemos abonado una sociedad tan escindida de lo común, tan ajena a lo público, que terminamos creyendo que los roles en la comunidad, estrictamente delimitados, sirven para evidenciar las deficiencias de quienes asumen su responsabilidad. Pero la vida comunitaria no es la yuxtaposición de individuos agrupados en la búsqueda de intereses particulares, sino una vida fundada en el amor, la fidelidad y la generosidad de sus miembros, que comparten un objetivo común, señala Gabriel Marcel.
Se requiere la colaboración de los gobiernos, desde luego, pero también de las empresas y las organizaciones de la sociedad civil, alineando esfuerzos. Juntas, las instituciones pueden responder mejor a la pregunta de “qué se necesita” en lugar de “qué es lo que yo quiero” y construir un propósito trascendente.
Por el contrario, ¿no fracasamos en persistir en la aplicación de recetas desintegradas, sean estas de corte estatista o libradas a fuerzas esotéricas? ¿O tenemos tan naturalizada la compartimentación de la responsabilidad que no nos damos cuenta? ¿Es Estado o mercado la discusión de modelo?
La vocación por el bien común es más la excepción que la regla en un mundo que no da crédito a sus personas jurídicas. ¿Qué pasaría ahora si las instituciones públicas, privadas y de la sociedad civil abrazaran un objetivo superador a sus metas particulares? Si las personas humanas podemos servir a un bien mayor que el propio, realizándonos paradójicamente en ese movimiento, ¿por qué las personas jurídicas no podrán realizar su misión siendo, al mismo tiempo, artífices de un bien más extendido?
Un ejemplo inspirador de esto lo encontramos en la iniciativa de la Fundación de la Ciudad de Rosario para “regenerar su entramado social” tras los episodios de violencia que la sacudieron. Problemas tan complejos exigen la movilización de las instituciones más emblemáticas. Casos como el de Medellín, en Colombia, que logró revertir la tasa más alta de homicidios del mundo después de dos décadas de colaboración entre el gobierno y la inversión social privada; o el de Sobral, en Brasil, que pasó del puesto 1336 al 1° en el ranking de calidad educativa del país tras diez años de cooperación entre el Estado y fundaciones e institutos privados, son ejemplos que pueden servir de guía para este desafío.
Solo una vanguardia política, social y cultural puede responder a la altura de los desafíos actuales. En una sociedad empobrecida, donde las instituciones pierden representatividad, no alcanza con la suma de pequeños gestos aislados. Emmanuel Mounier llamaba a “rehacer el Renacimiento” cuando el totalitarismo amenazaba al mundo en pleno siglo XX y planteaba la necesidad de superar las limitaciones del racionalismo moderno y recuperar un sentido más profundo de dignidad humana y vida en comunidad.
En nuestra realidad actual y sin abandonar la inspiración romántica, ponemos manos a la obra. Desde el Grupo de Fundaciones y Empresas (GDFE) confiamos en la capacidad del sector privado para ir más allá de la ética en los negocios y convocamos a la vanguardia que la Argentina necesita. No conocemos de antemano todos sus meandros, pero somos conscientes de que implica una refundación en torno al bien público, privilegia la colaboración y exige que las instituciones –con o sin fines de lucro– se reconozcan como “actores sociales”. Esto es, saberse indisociables del contexto que conforman, identificando el éxito de ese entramado como condición sine qua non de su propia prosperidad.
Ojalá seamos muchos los que, lejos del fanatismo estadocentrista o disolutorio de lo público, converjamos en esta propuesta que precisa de Estado y de mercado, así como de todas las entidades que solo pueden comprenderse a sí mismas como parte de un todo más amplio.
Director ejecutivo, Grupo de Fundaciones y Empresas (GDFE)