La valentía de acusar a Wotan
Aquella noche inolvidable compartíamos palco en el Teatro Colón con Julio César Strassera para asistir al estreno de una muy esperada y polémica versión de El anillo del Nibelungo, la deslumbrante tetralogía de Richard Wagner. Nuestra amistad había nacido en torno a la música, compartiendo tertulias en casa con grandes figuras internacionales, entre otras, precisamente la bisnieta del compositor y reina de Bayreuth, con la que Strassera se lució en conversaciones que revelaban a un conocedor de la obra. La noche del estreno, los ojos le brillaban como a un adolescente al recordar que se había convertido en wagneriano siendo muy joven, cuando en reuniones de muchachos se había familiarizado con las grabaciones que les hacía escuchar su amigo Roberto Oswald, quien luego se convertiría en un celebrado escenógrafo. Pudimos advertir que estaba disfrutando de aquella función como el revivir del gozoso descubrimiento juvenil de una obra que conocía en profundidad y amaba por igual.
Las varias e imprescindibles pausas para matizar las nueve horas de función continuas abrían las puertas de los atestados salones y pasillos del Colón a la saludable polémica. Se escuchaban vehementes discusiones entre el elogio y la diatriba. Se murmuraba acerca de cómo las mezquindades y falta de profesionalismo habituales habían impedido gozar de la producción originalmente propuesta por Katherina Wagner, que era aun más espectacularmente extrema que la versión argentina.
En cualquier caso, se había alcanzado el fin buscado con esta también osada versión, que apuntaba a suscitar la reflexión mediante referencias contemporáneas acerca de cuestiones eternas del ser humano como el poder, el amor y la justicia. Una mirada opuesta al esteticismo sensual latino de nuestro público más conservador, que aguarda a que le cuenten el mismo cuento una y otra vez: la versión naturalista en la que invariablemente Wotan tiene cuernos, Siegfried viste pieles, las valquirias usan cascos con alitas y trenzas rubias y las conclusiones no superan las moralejas convencionales de las sagas germanas.
Strassera, como buen wagneriano y hombre perspicaz, se conectó de inmediato con la intención de la propuesta y lanzó su interpretación resueltamente. La dirección musical y las voces le habían parecido soberbias, no así la puesta, pero no por los motivos que escandalizaban a otros. Muy por el contrario, el viejo fiscal tenía una objeción conceptualmente original: le había disgustado que la "versión argentina" hubiese representado a Wotan como Videla, a las valquirias como comandos carapintadas y al oro del Rin como la vida de los niños robados. Interpretaba que Videla había sido infinitamente más nefasto que Wotan, quien aun con sus errores se había esmerado por hacer un mundo mejor y que, en cierto punto, "no dejaba de ser un romántico". En otras palabras, le parecía que la truculenta historia concebida por Wagner no bastaba para ser asimilada al horror que él había llegado a ver cara a cara y que había llevado con éxito ante la justicia.
Resulta conmovedor pensar hoy que aquel hombre, sólo un fiscal sin más recursos que su profesionalismo, su coraje y su hombría de bien, se atrevió a acusar a alguien que él mismo consideraba más despiadado que el propio dios de los germanos. Surgen los interrogantes. ¿Cómo fue posible llevar a aquel super-Wotan ante los estrados? ¿Qué pudo protegernos de nuestras propias y poderosas Fuerzas Armadas, es decir, de nuestras propias armas y de sus custodios, de aquellos a quienes habíamos cedido todo el poder material de la Nación para protegernos?
El poeta romano Juvenal se preguntó alguna vez Quis custodiet ipsos custodes ("¿Quién nos custodia de los custodios?"). En aquel momento histórico, aquel fiscal tuvo la respuesta: sólo una justicia valiente, idónea e independiente es capaz de lograrlo. Ahora que ya no está entre nosotros, cabe preguntarse: ¿qué hubiese ocurrido con la Argentina si Strassera no se hubiese desempeñado de aquel modo?
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