La universidad gratuita e irrestricta, vaca sagrada nacional
Yo también puedo jugar el juego. Hice mi jardín de infantes en Sol Argentino, club de pelota-paleta del barrio obrero de Piñeiro, al que iba mi papá. Primaria y secundaria en la ENSPA, el Nacional Buenos Aires de Avellaneda. Alumno, graduado y después profesor del INEF Romero Brest, del Instituto Nacional de Deportes y de la Universidad de Lomas de Zamora. Posgrado en una universidad pública no argentina: Bologna. El único de mis títulos privados lo obtuve, vaya paradoja, en TEA, ese antro nacional y popular. Agrego: no me fue mal. Fui entrenador internacional de voleibol, profesor universitario y periodista, llevo dieciséis libros publicados y voy por mi tercer mandato como diputado nacional. Así que bien podría hacer lo que se estila: golpearme el pecho hablando de la educación pública como agente del ascenso social y convertir a mi biografía en causa nacional y popular.
Yo también puedo jugar el juego, pero no se me da la gana, detesto la hipocresía y no me gusta el statu quo, sino el cambio. Y la universidad pública necesita menos operadores que la “defiendan” y más gente que la ayude a cambiar. Se pueden criticar miles de aspectos de Milei, pero hay que reconocerle el esencial: no les teme a las vacas sagradas. Por eso, en su impulso reformador acumula errores, peleas innecesarias y falsos enemigos, pero también abre debates que hasta hace poco no se podían dar.
Los miles que hoy reivindican la universidad pública como agente de la igualdad y el ascenso social: ¿de qué hablan? ¿Del presente o del pasado? ¿De lo que debería ser o de la realidad? Si el gobierno cancelara el presupuesto universitario, el índice de GINI, ¿mejoraría o empeoraría? El cálculo es simple: quienes se reciben en la universidad pública pertenecen abrumadoramente a la mitad más rica de la sociedad; mientras que la recaudación fiscal que la sustenta proviene mayoritariamente de la mitad más pobre. Llevar a cero el presupuesto universitario y bajar en esa cifra el IVA de la polenta, aumentaría la igualdad, no la desigualdad. No digo que haya que hacerlo. Digo que la mayor parte de los graduados de la universidad pública provienen hoy de familias con altos recursos materiales y simbólicos que les pagaron colegios primarios y secundarios privados; pero a quienes propongan cobrar un arancel universitario proporcional a la última cuota del secundario para generar becas para quienes llegaron desde la primaria y la secundaria estatales los espera la acusación de herejía de la Santa Inquisición Progre de la universidad gratuita e irrestricta, esa vaca sagrada nacional.
El presupuesto universitario argentino no es un factor de igualdad sino de desigualdad. La única verdad es la realidad. Y aún más falso es el discurso de la universidad pública promotora del ascenso social. Resulta curioso que la defiendan con ese argumento los mismos zombis ideologizados que acusan de traidor a su clase a cualquiera que tenga éxito en la vida, pero así son las cosas en el país que parieron veinte años de hegemonía peronista y complicidad opositora. El mecanismo virtuoso de los mejores momentos de la sociedad argentina, el de “M’hijo, el dotor”, está roto. Está roto el ascenso social. Por eso hizo tanto ruido la propuesta de Benegas Lynch de que los padres tuvieran la libertad de educar a sus hijos trabajando en el taller. Porque será medieval, pero para los que viven en el conurbano peronista y no en Palermo Trotsky, actuar medievalmente se ha hecho racional.
Abandonemos nuestro espacio de confort políticamente correcto y veamos el problema desde su punto de vista: veinte años de populismo los pusieron a pagar cada día más impuestos para bancar la educación universitaria de hijos de gente más rica que ellos en universidades con “ingreso irrestricto” a las que sus hijos no pueden aspirar. En este marco, llevar un hijo al taller y enseñarle un oficio es perfectamente razonable porque la alternativa realmente existente es la de mandarlo a una primaria estatal de la que saldrá sin saber leer y a una secundaria estatal de la que saldrá sin entender lo que lee. Será un escándalo, pero es así, aunque simulen indignación los hipócritas que rompieron la educación pública, como rompieron todo, y que marcharon el otro día rasgándose las vestiduras por amenazas imaginarias que nadie formuló.
La educación popular, ¿es prioridad? Si es así, habría que llevar a cero el presupuesto universitario y dedicar esos recursos a las verdaderas taras de la educación argentina: la educación primaria y secundaria estatales donde se educan los hijos de “los más vulnerables”. No digo que haya que hacerlo. Digo que se dejen de embromar. Digo que podríamos empezar declarando a la educación servicio esencial para que Baradel no siga haciendo daño. Y digo que con los 16.000 millones de dólares que se patinó Kicillof en YPF podrían financiarse 177 años de presupuesto de la UBA; fundada en 1821 por Bernardino Rivadavia, un liberal. Como fueron liberales Sarmiento y Roca, que crearon ese vasto aparato educativo que llevó a la Argentina a ser uno de los países más prósperos del mundo hasta que lo rompieron, como rompieron todo: el país, la educación y la universidad.
De 100 inscriptos universitarios de 2017, para 2021 se habían graduado 28 en la Argentina, 46 en Brasil y 68 en Chile. Por cada 10.000 habitantes, 31 tienen título universitario en la Argentina; 61, en Brasil, y 55 en Chile. Sigan criticando la educación elitista ajena y alabando las maravillas del ingreso irrestricto y la universidad gratuita propia, nacional y popular. A este desastre que supimos conseguir se suma que las dos carreras con mayor número de graduados sean aquí Abogacía y Contaduría, profesiones honorables dedicadas a la administración y el reparto de la riqueza, y no a su producción. Porque el “igualitario” sistema argentino no solo te asegura que estudies en la universidad pública sin pagar arancel después de doce años de educación primaria y secundaria pagas, sino que te permite elegir cualquier carrera.
Financiamos las vocaciones individuales de la mitad más rica de la sociedad con el IVA de la polenta. Perdonen, compañeros y correligionarios, pero suena un poco neoliberal. ¿No sería razonable que un Estado quebrado que banca la educación universitaria tenga intervención en la direccionalidad de las carreras; que sean gratuitas aquellas centrales para la producción del futuro, y no todas; que se evalúe a los alumnos y se apruebe por mérito la capacidad de decidir qué carrera seguir, como en muchos de los países en los que la universidad es gratuita? ¿Consiste la autonomía universitaria en el privilegio de estudiar lo que se me antoje con la plata de gente más pobre y en el rechazo de las auditorías externas? Disculpen por preguntar.
En un país injusto, defender el statu quo es defender la injusticia y la desigualdad. No la desigualdad de mérito, que está bien, sino la desigualdad del privilegio, que está mal. Ni gratuita, ni irrestricta, la universidad pública argentina necesita menos falsos héroes que defiendan cajas en su nombre y más propuestas de reforma que la ayuden a reconquistar su rol perdido en la generación de riqueza, la mejora de la productividad, la recuperación de la idea de progreso y la reivindicación del mérito y el ascenso social.