La universidad del voto prohibido
Dirigentes del país actual, como Yacobitti y Benegas Lynch, se hubieran sentido cómodos en los siglos XVII o XVIII: la escuela, para los que pueden; la facultad, para los que piensan igual
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El vicerrector de la Universidad de Buenos Aires dice, con ramplona liviandad, que “no es compatible estudiar en la UBA y votar a Milei”. Un diputado nacional y referente clave del oficialismo afirma, con el mismo énfasis impostado, que la educación no debería ser obligatoria y que, en muchos casos, los padres pueden necesitar que el hijo, en lugar de ir a la escuela, lo ayude en el taller. Todo ocurre en la misma semana en la que una maestra de Punta Indio aprovecha el acto por el aniversario de Malvinas para ofender y provocar a excombatientes con un discurso sesgado y militante, alejado del profesionalismo y la ecuanimidad que requiere la función docente. Parecen escenas tan burdas como caricaturescas, pero definen, por un lado, la indigencia del debate público, y, por el otro, los niveles de sectarismo y primitivismo con los que suele concebirse la educación en la Argentina.
Las frases de Emiliano Yacobitti y de Bertie Benegas Lynch se conectan una con otra; casi podría decirse que se complementan y reconocen una coincidencia de fondo. Remiten a concepciones predemocráticas y se formulan desde una suerte de pedestal imaginario en el que las ideas sectarias y totalitarias tienden a naturalizarse. En aquellas sociedades primitivas en las que los padres de la clase trabajadora resignaban la educación de sus hijos para hacerlos trabajar, las universidades eran, a la vez, ámbitos uniformes, cerrados e incompatibles con ideas, todavía difusas, de diversidad y pluralismo. Dirigentes de la Argentina actual, como Yacobitti y Benegas Lynch, se hubieran sentido cómodos en los siglos XVII o XVIII: la escuela, para los que pueden; la universidad, para los que piensan igual.
Hay, sin embargo, una distinción que tal vez sea necesaria. La frase de Benegas Lynch parece representar un pensamiento completamente marginal, que ni siquiera ha encontrado defensores entre los núcleos más fanatizados de La Libertad Avanza. Aunque es cierto, sin embargo, que desde la cima del oficialismo se cae en el exabrupto y el exceso con preocupante frecuencia. El agravio y el insulto son parte natural, e inaceptable, de un lanzallamas presidencial que puede apuntar contra periodistas, artistas o ciudadanos de a pie, igual que contra presidentes de otros países. Pero lo que tiene la definición de Yacobitti es que expresa un sistema de valores y de pensamiento enquistado en amplios sectores de la vida universitaria, que debería representar, precisamente, lo contrario del sectarismo y la mentalidad totalitaria. En los últimos veinte años, la idea de estigmatizar y expulsar a “la disidencia” ha penetrado con fuerza en rectorados y facultades de todo el país.
Lo que dijo Yacobitti podría leerse, además, como un mensaje: ¿qué pasaría si un grupo de estudiantes, de docentes o graduados decidiera formar en alguna facultad una agrupación libertaria? ¿Serían expulsados, o solamente proscriptos? ¿Qué idea de democracia tiene una universidad que establece incompatibilidades políticas e ideológicas? ¿Qué valores transmite a sus estudiantes al decirles que hay candidatos que no se pueden votar por una cuestión de “coherencia”? Si estudiar en la UBA es incompatible con votar a Milei, habrá que deducir que también es incompatible con leer a autores defendidos y exaltados por el líder libertario, como Milton Friedman o Robert Lucas, ambos ganadores del Nobel. Yacobitti, con esa frase reveladora, también parece haber confesado algo que, en realidad, se sabía: muchas cátedras de universidades públicas tienen autores prohibidos o, si se quiere, “listas negras” que cercenan la bibliografía académica. La maestra de Punta Indio no desentonaría en aulas universitarias en las que la docencia militante se ha convertido en una práctica tosca, pero habitual.
La frase del vicerrector de la UBA hace juego también con una imagen de estos días: la del enorme mural oficial que pintó la Facultad de Periodismo de La Plata en combinación con el gobierno de Kicillof. Es una pintura que habla: muestra su propia galería de próceres, en la que sobresalen las imágenes de Néstor y Cristina Kirchner junto a la de Hebe de Bonafini, mientras se ubica a Perón y a Evita a la altura de San Martín. Apenas han concedido incluir algunas figuras ecuménicas, como las de Messi, Gardel y Favaloro, más para exaltar a “los propios” que para homenajearlos a ellos.
En esa facultad de La Plata, la frase del funcionario de la UBA tiene su propia versión: “Es incompatible estudiar acá y no votar al kirchnerismo”. También hay una línea que une, sin escalas, a Yacobitti con Florencia Saintout. Aunque uno se identifique con el radicalismo y otro con el ultrakirchnerismo, en el sistema universitario ocurriría algo similar a lo que se observa en la Legislatura bonaerense: las fronteras partidarias se diluyen. Así como funciona “el partido de la Legislatura”, que ha hecho un estruendoso silencio frente al escándalo de Chocolate Rigau, funciona también “el partido de la universidad”, unido por eslóganes y visiones hegemónicas, pero también por intereses y negocios.
El sistema universitario elude, en muchos casos, los mecanismos de transparencia en sus manejos presupuestarios. En estos días, por ejemplo, se supo que el gobierno nacional le ha cortado el financiamiento a una “pequeña sucursal” que tiene la Universidad de La Plata en la exsede de la ESMA. No hace falta indagar mucho para saber de qué se trata. Pero además de haber fundamentado el recorte en el hecho de que “funciona como un centro de adoctrinamiento ideológico”, el Gobierno ha observado algo que hasta ahora las autoridades de la UNLP no han salido a explicar: vencieron todos los plazos y no se presentaron las rendiciones de cuentas que estaban obligados a hacer.
Las universidades han encontrado mecanismos de recaudación y de negocios que saltean los controles y las auditorías. En muchos casos, funcionan como empresas y administran cajas multimillonarias sin ninguna rendición. La UBA, en su momento, fue sacudida por denuncias de corrupción que nunca fueron aclaradas, pero que provocaron la ruidosa renuncia de un decano de Ciencias Económicas y la intervención de la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos (Procelac). La Universidad de La Plata, por caso, se resiste a mostrar las cuentas sobre un gigantesco negocio que hace con decenas de municipios, argentinos y extranjeros, a los que les ha vendido un sistema de cobro de estacionamiento medido por el que recauda un porcentaje fijo. También mantuvo, durante años, un vidrioso contrato para el control de tragamonedas de los bingos bonaerenses, que la gestión de Vidal cortó de manera abrupta cuando se plantearon dudas e interrogantes que nunca fueron contestados.
Fundaciones, unidades especiales, “servicios a terceros”, consultorías, “convenios de asistencia técnica y capacitación”. Detrás de esa jerga universitaria suele haber grandes negocios que se manejan por fuera del presupuesto y que, en muchos casos, administran directamente los rectores y decanos. Varias universidades, además, tienen hoteles, campos, editoriales, productoras cinematográficas, radios, canales de televisión y empresas multiservicios.
Cualquier pregunta sobre ese entramado opaco merece, por parte de la corporación universitaria, una respuesta automática: “buscan atacar a la universidad pública y gratuita”. Los eslóganes se utilizan para rechazar cualquier signo de interrogación, y también para cancelar cualquier debate sobre el financiamiento de la educación superior.
Ahora mismo, el sistema universitario está movilizado “contra el recorte presupuestario” y “por aumentos salariales”. ¿No debería promoverse una discusión de fondo sobre algunos de estos aspectos? Las estructuras académicas y de investigación son el eslabón más débil, en el que se administran carencias y se pagan sueldos bajos. ¿No habría que preguntarse por la expansión de la burocracia universitaria y por la existencia de rectorados ricos y cátedras pobres? ¿No debería debatirse el destino de esos fondos millonarios que generan muchas universidades por prestaciones a terceros?
El debate, por supuesto, debería ser más amplio. ¿Es igualitario que en un país en el que la pobreza ha alcanzado niveles escandalosos los sectores que acceden a la universidad pública no paguen ni siquiera el boleto de colectivo? ¿Es equitativo que familias sumergidas en la indigencia financien, a través de impuestos como el IVA, a franjas de alto poder adquisitivo que acceden a la universidad? ¿Es razonable, y reconoce alguna reciprocidad, que estudiantes de otros países no paguen un solo peso por estudiar en la universidad pública argentina? ¿No habría que discutir un aporte de los graduados a la universidad que los formó? ¿Cuántas becas pagan las casas de estudios con los fondos que recaudan por negocios como el del estacionamiento medido?
Tal vez deberíamos aspirar a una universidad que tenga la amplitud y la honestidad suficientes como para debatir con libertad, sin dogmatismos ni telarañas ideológicas, sin eslóganes ni coartadas que encubren tramas oscuras. Empecemos por una universidad donde cada uno pueda votar a quien quiera. Y donde los funcionarios académicos den explicaciones en lugar de erigirse en comisarios de la “coherencia ideológica”. Recuperemos, en definitiva, una universidad pluralista, donde no sea pecado disentir ni debatir. Atrevámonos a preguntar qué se esconde debajo de esa bandera de supuesto progresismo. No sería extraño que terminemos todos escandalizados.