La universidad debe suplir falencias
En estos días se ha reavivado el debate sobre las condiciones y las funciones de la universidad. Si debe ser gratuita o paga, de ingreso irrestricto o con examen, enfocada en el campo laboral o la excelencia cultural; si los inconvenientes que padece provienen de las escuelas primaria y secundaria o deben ser asumidos sin beneficio de inventario por la enseñanza superior. Esas preguntas son difíciles de responder. Pero suelen plantearse como opciones excluyentes y referidas a cada nivel de la educación por separado. Tal vez convenga un enfoque más amplio.
La calidad de nuestra educación en general ha sufrido un notable menoscabo en el último medio siglo. Varios factores intervinieron: gobiernos militares autoritarios, gobiernos civiles demagógicos o sectarios, intereses privados, prejuicios diversos y las omnipresentes dificultades presupuestarias. También ha incidido la evolución de los intereses de moda entre los jóvenes. Sean cuales fueren las causas, el hecho está a la vista: los jóvenes promedio son tan inteligentes como siempre, pero hablan mal, escriben peor, leen muy poco, ignoran mucho de la historia y la geografía y sienten horror de las matemáticas. Así es como alrededor de dos tercios de quienes ingresan al nivel universitario no están en condiciones de aprovecharlo. El hecho tiene condiciones y consecuencias económicas, sociales y psicológicas, pero está ahí, sea cual fuere el costado que prefiramos mirar.
La escuela primaria abarca e integra. A menudo, hasta alimenta. Pero ve desalentada, en su conjunto, su esperanza de enseñar. La secundaria languidece como una playa de estacionamiento para adolescentes y en algunos casos se conforma con sacarlos de la calle algunas horas al día. La universidad recibe a todos e intenta rescatar su ideal de excelencia, que apenas alcanza a realizar en un pequeño porcentaje. Mientras tanto, muchos la observan desde la sociología y verifican lo obvio: que, en cualquier caso y salvo esfuerzo y suerte excepcionales, los más ricos tienen mejores oportunidades que los demás; no sólo porque pueden pagar cosas, sino porque llegan a la educación intelectualmente mejor estimulados.
Ante esos problemas pueden seguirse distintas políticas, pero una de ellas es garantía de fracaso: ignorar que los problemas existen. Enfoquémoslos ahora desde el nivel superior.
Arancelar la universidad es empeorar las cosas: los pobres se verán todavía más excluidos y, encima, la recepción de pagos por matrícula puede un día servir de coartada para reducir su presupuesto estatal. Imponer un examen de ingreso es económica y académicamente sensato, pero sólo sincera la situación y la sacraliza sin resolverla, además de generar resistencias y rebeldías adicionales. Ofrecer carreras cortas y fáciles se parece a un placebo social, frente a un mercado laboral exigente. Pero no hacer nada es cruel: implica confiar en la decepción de los jóvenes para generar un inevitable desgranamiento, sin una mejora concreta en el nivel de los egresados. Y, encima, resignarse a la mediocridad cultural.
Veámoslo así. El ingreso puede ser irrestricto, pero el egreso debe garantizar el nivel elevado propio de la universidad. Si quienes ingresan no están en condiciones de adquirir ese nivel, no es por su culpa. Pero, de hecho, no lo están. Si no los rechazamos de entrada ni queremos que se frustren, una solución es ofrecerles lo que no traen: un mínimo de cultura general, una buena capacidad de comunicación oral y escrita, una aptitud para estudiar, comprender textos ajenos y redactar los propios. No hay manera de que estas aptitudes se adquieran sin esfuerzo: cada uno debe querer y saber tomar la mano que se le tiende. Pero hay que tendérsela.
Eso implica suplir desde la universidad las falencias de la educación anterior mediante cursos y talleres de nivelación que haya que cursar, en la medida en que a cada uno falte, para poder graduarse. Si luego aquellos niveles mejoran la calidad de sus resultados, la nivelación se hará menos necesaria y el ideal es que desaparezca; pero el aquí y el ahora no permiten desvíos autocompasivos. Es preciso recordar que el título universitario debe certificar dos cosas a la vez: a) que su portador es un ciudadano dotado de una cultura general al menos suficiente y b) que tiene los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para desempeñarse eficazmente en la profesión para la que su diploma lo habilite. Las maestrías y los doctorados no deberían concebirse como complementos indispensables del grado, sino como peldaños aún más altos que puedan ascenderse en busca del conocimiento y de la innovación.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA