La última lección de Ernesto Sabato
A 30 años del Nunca más, la figura del escritor cobra justa dimensión como el hombre comprometido con la suerte de su país en tiempos aciagos
Esta vez no lo acompañó una multitud entusiasta como en aquel otro septiembre en el que le entregó en mano al presidente Raúl Alfonsín las voluminosas carpetas que contenían cincuenta mil fojas del Nunca Más, el informe de la tragedia más grande de la historia de los argentinos. Esta vez, Ernesto Sabato tuvo un homenaje más acorde con la austeridad con la que vivió hasta meses antes de cumplir cien años. Fue las otras noches, en Santos Lugares, su barrio de siempre. Dos eran los motivos del encuentro y los dos estaban hermanados por el compromiso ético que el autor de Sobre héroes y tumbas mantuvo como científico, ensayista y escritor, y por su determinación como ciudadano preocupado por los asuntos públicos. La casa familiar de Sabato abría por primera vez sus puertas como museo permanente, gratuito y, en el mismo acto, miembros de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y del tribunal que juzgó a la junta militar de la dictadura volvían a encontrarse para reflexionar sobre los 30 años del Nunca Más.
Al caer la tarde, el clima que se respiraba en la calle Severino Langeri, en donde está la casa de Sabato, remitía, sin forzar la imaginación, al ágora de los griegos: asambleas improvisadas en plazas de pueblos y de ciudades-Estado a las que los ciudadanos y la gente común acudían para escuchar a los hombres doctos, confrontar ideas y desahogar su corazón. El nombre de los oradores alimentó la expectativa de los vecinos, muchos de ellos acompañados por hijos y nietos, y de invitados que conversaban en voz baja junto al palco improvisado en la vereda, al pie de un enorme retrato de Sabato de varios pisos de altura. Quienes acudieron esa noche con la expectativa de asistir a una clase maestra de historia contemporánea al aire libre no se arrepintieron.
"Éstos son los héroes vivos que nos quedan", fueron las cuidadas, profundas palabras con las que Mario Sabato, hijo del escritor, cineasta y alma máter del nuevo museo, invitó a subir al escenario a Carlos Arslanián y a Ricardo Gil Lavedra, en su carácter de miembros del tribunal que juzgó a la junta militar, y a Magdalena Ruiz Guiñazú y Graciela Fernández Meijide por haber formado parte de la Conadep. El aplauso más enérgico, sostenido, lo recibió el último orador, Ricardo Alfonsín: el público lo escuchó como si estuviera hablando en nombre del padre, protagonista indiscutido de la decisión de documentar la guerra sucia y la suerte de los desaparecidos.
Exponer en su verdadero contexto el juicio a las juntas, de enorme repercusión internacional y motivo de consulta de juristas de todo el mundo, fue la tarea que asumió Carlos Arslanián. Recordó en primer término el amplio consenso que hizo posible que una democracia recién recuperada, todavía insegura respecto del verdadero poder que tenía en sus manos, se atreviera a instalar la idea de que, efectivamente, la sociedad argentina había vuelto al Estado de Derecho. Recordó que, sin el respaldo del voto ciudadano, el respeto estricto de la Constitución, el apoyo del movimiento social y transformador que sedujo a las mayorías y el acompañamiento de los organismos de derechos humanos y de las iglesias de todas las confesiones, la historia hubiera sido otra.
En un momento, Arslanián se detuvo y pronunció la palabra Nuremberg. Lo hizo con intención didáctica, para corregir la comparación, a su entender equivocada pero extendida en el tiempo, de quienes creen ver una simetría entre el juicio a los jerarcas nazis y el de las juntas. "En Nuremberg los vencedores juzgaron a los vencidos –explicó–; el juicio a las juntas, en cambio, tuvo todas las garantías, se hizo con respeto por la Constitución y respeto por la ley."
Magdalena Ruiz Guiñazú conmovió a la audiencia desde una perspectiva íntima, personal, alguien que comparte en voz alta el espanto del que fue testigo con la intención de exorcizarlo, quitarlo de la memoria. La geografía del horror que cubrieron los miembros de la Conadep, recordó, se extendía a 340 centros de represión clandestinos. En el curso de las investigaciones fueron insultados y amenazados por los mismos que cometieron los crímenes, que justificaban las razones de la "guerra sucia", la necesidad insoslayable de salvar a la patria y defender los valores occidentales y cristianos. También recibieron ataques de quienes estaban convencidos de que limitar las investigaciones a los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas y de Seguridad era una injusticia mayúscula, una burla a las víctimas y familiares de centenares de asesinatos cometidos en democracia por la guerrilla. Fue la controversia que sacudió a la propia Conadep cuando René Favaloro renunció a la Comisión al ser informado de que ésta no tenía atribuciones para investigar a grupos terroristas cercanos al gobierno de Isabel Perón, como la Triple A.
"Fuimos de los primeros en ingresar a la ESMA –recordó Magdalena–, recorrimos lugares donde se torturaba y eliminaba a víctimas de arrestos ilegales; después fuimos a buscar pruebas en otros lugares, como el hospital Moyano, el Borda, y otros centros psiquiátricos, porque nos habían dicho que todavía podíamos encontrar allí sobrevivientes. El espionaje era tan implacable, la vigilancia sobre nosotros, tantos los documentos y datos falsos que nos enviaban para confundirnos y desacreditar el trabajo de la Comisión, que más de una vez cambiábamos de vuelo a último momento para despistarlos. Hasta subimos un día a un avión de Gas del Estado."
Las reflexiones de Graciela Fernández Meijide son las de una mujer que, en sus palabras, no había sabido lo que era el odio hasta la noche en que un grupo de la dictadura irrumpió en el departamento y se llevó para siempre a Pablo, su hijo adolescente. Ingresó en la Conadep y, al hacerlo, comprendió que estaba buscando no sólo a su hijo sino a muchos otros, y que lo hacía ante el silencio y la indiferencia absoluta de quienes podían dar una pista, tener una respuesta. Con el tiempo, el odio fue cediendo a otro sentimiento que es el que, ahora lo sabe, la mantuvo en pie.
"Al trabajar en el informe del Nunca Más nos propusimos, mejor dicho, nos impusimos, redactarlo sin adjetivos, sin opiniones que pudieran ser entendidas como interferencias de un lado o de otro. En otras palabras, nunca quisimos hacer justicia. Queríamos llegar a la verdad de los hechos. Por supuesto que antes de alcanzar esa instancia, la de la justicia, tuvimos que pasar por muchos miedos. Con el paso del tiempo llegué a la conclusión de que no podía perdonar, eso no; pero también me di cuenta de que lo verdaderamente importante era lograr una justicia para todos." Para reforzar su argumento echó mano a una frase que le escuchó a la madre de un desaparecido cuando declaraba en el juicio a las juntas: "Sabía que mi hijo había puesto bombas, es cierto, pero también que merecía haber sido juzgado".
Ricardo Gil Lavedra, inspirado quizás en el prólogo del Nunca Más, que puede citar casi de memoria, y cuyo texto asegura que "las grandes calamidades son siempre aleccionadoras", prefirió hacer un alto en el presente. Reflexionar, por ejemplo, qué puede aportar a las nuevas generaciones y a la memoria colectiva un hecho tan excepcional, ocurrido hace tres décadas, que consiguió desenmascarar el horror y, al hacerlo, contribuyó a afianzar en gran parte de la sociedad la convicción de que únicamente las normas de la democracia pueden evitar que se repita. La democracia, dijo Gil Lavedra, tiene sentido cuando es una construcción permanente. La Conadep, sostuvo, fue mucho más que no claudicar. Es un arquetipo que sirve de inspiración a toda la sociedad.
Sabato, antes de redactar el prólogo del Nunca Más, sabía por experiencia lo que le esperaba. Se definía ya, con más sarcasmo que humor, con dos palabras que rara vez marchan juntas: "anarco-cristiano". Pero había sido, sucesivamente, comunista, surrealista, docente universitario, matemático y científico orientado a los estudios de radiactividad. Rompió con la Unión Soviética por las atrocidades de Stalin. Bernardo Houssay, su protector en el campo de la ciencia, dejó de hablarle cuando eligió la literatura en lugar de la física. Presidir la Conadep iba a ser siempre un honor y un castigo para alguien que proponía a sus contemporáneos observar lo que no quieren ver y comprender aquello de lo que reniegan.
Una década después de la primera edición del Nunca Más, el gobierno de Néstor Kirchner ordenó incorporar un nuevo prólogo por la supuesta defensa que el texto original hacía de la "teoría de los dos demonios". La frase cuestionada era "durante la década del 70, la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda". La Conadep negó haber apoyado la teoría de los dos demonios. Pero el gobierno de Kirchner cambió el prólogo y trazó la divisoria de aguas en el año 1976. Hebe de Bonafini, con su lenguaje despojado, afirmó en aquel momento: "El texto de Sabato es una mierda".
Días después del golpe, Sabato también había recibido insultos, con palabras diferentes pero con el mismo desprecio. Ignorando todas las advertencias, aceptó almorzar con Videla en la Casa Rosada acompañado por Borges, el entonces presidente de la Sociedad Argentina de Escritores Horacio Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani. Era imposible salir de eso indemne. Borges lo supo al darle la mano a Pinochet. Sabato fue acusado de canalla y oportunista por todo el arco político; desde los antiperonistas, que nunca le perdonaron haber rescatado la figura de Evita, hasta quienes nunca olvidaron su paso por la Juventud Comunista de la Argentina. La verdad de ese almuerzo permaneció años bajo siete llaves. Sabato y el padre Castellani habían acordado previamente romper el protocolo durante el almuerzo y entregarle a Videla una lista de once detenidos y desaparecidos. Castellani rompió el clima de fingida cordialidad al pronunciar el nombre del escritor Haroldo Conti. Luego Sabato habló de la situación de Antonio Di Benedetto, escritor y periodista del diario Los Andes, secuestrado y torturado en Mendoza. También la situación de César Tiempo, director del Teatro Nacional Cervantes, echado sin ninguna explicación después del golpe.
En el papel que le entregaron al general José Rogelio Villarreal, secretario general de la Presidencia, había anotados once nombres. A la mañana siguiente, Sabato se encerró en su casa de Santos Lugares, descolgó el teléfono y contó entre los suyos que cualquier nombre que trascendiera era una condena a muerte.