La última lección de Barenboim
El jueves pasado, el mismo día en que concluyó el Festival de Música y Reflexión, Daniel Barenboim mantuvo una charla pública con la violinista Anne-Sophie Mutter. Cada conversación con Barenboim tiene la particularidad de que cualquier consideración de tipo específicamente musical apunta finalmente a una conclusión más general, sin por eso perder de vista nunca su punto de partida. Es un caso muy raro: una inteligencia eminentemente práctica que no respiraría en una atmósfera desprovista del aire de la teoría. Podría decirse que en eso se parece bastante a su manera de entender la música misma. Lo dijo en esa misma charla con Mutter: "La música no sonríe ni llora; llora y sonríe a la vez".
En realidad, fue como si Barenboim recuperara ciertas preguntas que habían quedado sin respuesta en la primera de las jornadas de reflexión, la que compartió con Roni Mann, directora del Departamento de Humanidades de la Academia Barenboim-Said, de Berlín. Mann le llamó entonces la atención sobre la relación entre la finitud de la música (la nota que inevitablemente "muere") y su infinita recreación, esa vacilación entre lo físico y lo trascendente. El fin de una obra ¿simboliza algo que es finito o bien simboliza el infinito? Probablemente, pensaba en una consideración incluida en el libro El sonido es vida. El poder de la música: "El último sonido no es el final de la música. Si la primera nota está relacionada con el silencio que la precede, la última nota tiene que estar relacionada con el silencio que la sigue". Ésta sería una especulación de orden más bien metafísico, con algo de alegoría: lo que empieza en nada y termina en nada. Como sea, Barenboim eludió inicialmente responder esa pregunta de Mann. Del mismo modo que sabe dosificar las dinámicas de la orquesta para lograr el mayor grado de transparencia, el Maestro sabe administrar también los tempi de su pensamiento, y, delante de Mutter, volvió a esa cuestión irresuelta. Nunca sabremos si siguió meditando acerca del problema o si la respuesta llegó sin proponérselo. El propio Barenboim le hizo una broma a un asistente: "Eso es música: una pregunta que no hace ninguna pregunta".
Pero en primer lugar estuvo el silencio. Volvamos a él. Dijo el Maestro: "El silencio no se puede vivir fuera de la música". El caso más claro es el principio de la Quinta sinfonía de Beethoven: antes de la primera nota, el director debe crear un silencio para que ese silencio pueda romperse y la música se arranque a sí misma de la nada. Sin embargo, la observación de Barenboim no se agota en esa constatación, y no lo hace por su misma condición aforística. Nada está y todo lo está. Habría una experiencia en la música que no existe en ninguna otra parte, pero esa experiencia apunta más allá de la música, acaso porque la experiencia del silencio en la música ilumina la experiencia del silencio fuera de ella.
En otras ocasiones, Barenboim dijo que la mayor belleza de la música era que estaba dentro del mundo y fuera de él al mismo tiempo. La idea se enmarca en la ambigüedad, que es para él toda la riqueza y todo el poderío de la música. Esta vez, con Mutter, perfeccionó un poco esa frase, y ya sabemos que el perfeccionamiento de una frase puede no ser tanto una cuestión de grado sino también de naturaleza. "La música está dentro del mundo y es un mundo aparte". El matiz no resulta secundario. En el primer caso, que estuviera fuera podría traer consigo la posibilidad de una evasión. En el segundo, es casi como las cajas chinas. Un mundo dentro de otro, aunque con una salvedad. Ese mundo incluido tiene reglas diferentes del que lo incluye y, por lo tanto, puede comprenderse en esos mismos términos de lo finito y lo infinito: una simiente de lo infinito oculta en lo finito. Quién sabe si Barenboim estaría de acuerdo. No haya nada que lo defina más que la transparencia del pensamiento, pero la transparencia de Barenboim no es indiferente al misterio; es más: la transparencia es la condición de posibilidad del misterio.