La última chance
La escena conmueve. Sucede en la película "La Lista de Schindler", aquella ineludible obra de Steven Spielberg sobre el Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se pregunta, abrumado por la realidad criminal que se revelaba día a día con mayor evidencia, de qué otra forma podría haber usado su tiempo, su dinero y su influencia para salvar la vida de aunque fuera un ser humano más. Ya ha protegido en sus fábricas a más de 1100 judíos de los campos de concentración nazis.
Está viviendo la Historia. Es uno de sus protagonistas. Mientras el futuro se va transformando sin pausa en presente puede dificultarse la comprensión cabal de los sucesos del tiempo que transcurre y sus consecuencias. Cuando la ficha cae, cuando se revela en el instante mágico el entendimiento completo de los acontecimientos y el presente se muta en pasado inamovible, nos arrebata la desesperación por la forma mezquina en que hemos actuado nuestro papel en el espacio acotado que nos fue dado para vivir, pensar y sentir.
La pobreza creciente en la Argentina es el argumento de nuestra película. El casting de actores principales lo integran los ocupantes –siempre transitorios– de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Desde 1985 el índice de pobreza en la Argentina ha oscilado entre el 25% y el 35% de la población. Y hoy, en una espiral vertiginosa hacia la desintegración social acelerada por la pandemia, los analistas llevan esa cifra a más del 50%. Hasta la proyectan en un 80% para las próximas generaciones, sobre la base de índices demográficos y culturales.
Si pudiéramos observar silenciosamente por el ojo de la cerradura de oficinas y despachos hogareños de gobernantes, legisladores y jueces, veríamos a hombres y mujeres trabajando con incentivos equivocados. Veríamos priorizar intereses individuales o corporativos por sobre los de la comunidad a la que representan y deben servir.
Seríamos testigos de reuniones entre mandatarios y sus numerosos equipos forzando argumentos para expropiar una empresa privada con una deuda sideral en claro perjuicio de toda la sociedad. Encontraríamos planos y señas dibujadas en cuadernos para canalizar coimas y bolsos con dinero en beneficio propio. Descubriríamos las técnicas del espionaje tercermundista, y las mil formas de disimular el trabajo no realizado durante décadas a fin de justificar una cuarentena interminable. Escucharíamos las ideas más precarias y facilistas para distribuir una riqueza inexistente, y el silencio más notorio cuando llega el turno de las propuestas para generarla.
Nos toparíamos con legisladores atrapados en la ignorancia, la indiferencia y el voluntarismo ineficaz. De las 291 leyes sancionadas en los últimos cuatro años por el Congreso Nacional, más del 40% sirvió solo para designar un inmueble como monumento histórico o para declarar el día nacional del Ladrillero Artesanal (ley 27.299) o la Capital Nacional del Turismo Astronómico (Ley 27.513), entre otras celebraciones de similar importancia.
Eso sí, se votaron nueve leyes para declarar algún tipo de emergencia – social, ocupacional, alimentaria – pero ninguna que orientara esfuerzos y ofreciera las condiciones necesarias para impulsar la actividad privada, aquella que genera la riqueza imprescindible a fin de resurgir de las emergencias declaradas. El mayor desafío de los legisladores, en todos los niveles de la burocracia estatal, es convencernos de que valen lo que cuestan.
Y detectaríamos, también, negociaciones entre algunos jueces y gobernantes de turno para garantizar impunidades o para ralentizar o acelerar procesos según quien ejerza el poder, en lugar de ocupar su verdadero y más enaltecedor lugar en la Historia. En esa película imaginaria, en la que quisiéramos retratar lo mejor que pueden brindar los seres humanos, reservaríamos para los principales actores el rol de garantes reales de la aplicación de los frenos y contrapesos a un poder político siempre impaciente, con tendencias avasallantes y abusivas.
No es de ahora el vínculo entre poder político y Poder Judicial en los confines de la legitimidad. En el interesante trabajo "Las Consecuencias del Abandono por Argentina de la Institucionalidad" ("Argentina’s Abandonment of the Rule of Law and Its Aftermath"), escrito por Andrés A. Gallo y Lee J. Alston, y publicado en el Journal of Law & Policy de la Universidad de Washington, se expone una casi perfecta correlación entre la intromisión del Poder Ejecutivo en el Poder Judicial y sus consecuencias nefastas económicas, sociales y culturales para Argentina.
Salvo en los 83 años que corrieron entre 1863 a 1946 –"causalmente" el periodo más próspero del país en términos económicos–, todos los gobiernos, tanto militares como civiles, removieron a discreción a jueces de la Corte Suprema a fin de lograr el aval del Poder Judicial que debía controlarlos. Fue la manera drástica de allanarse el camino para la comisión de demasías.
Desde la primera presidencia de Perón y su primer impeachment a jueces de la Corte, solo 5 de los 67 cambios en el tribunal superior a la fecha se debieron a causa de muerte o retiro voluntario de los magistrados. El resto fue removido por el poder político para incorporar jueces afines.
Esa relación marginal entre poderes del Estado ha frustrado con frecuencia la posibilidad del diálogo y la coordinación entre poderes que pedía Segundo Linares Quintana en una versión perfeccionada del sistema institucional concebido por Montesquieu en el siglo XVIII.
Una curiosidad: el único presidente que por apego a los valores republicanos procuró gobernar sin modificaciones en la composición de la Corte fue Fernando de la Rúa. Acaso ese fue el mejor legado de quien terminó renunciando ante una crisis económica y social sin precedentes hasta esta pandemia.
El único presidente que por apego a los valores republicanos procuró gobernar sin modificaciones en la composición de la Corte fue Fernando de la Rúa
Los tres poderes del Estado, así cómo están siendo ejercidos, son hoy los pilares de barro sobre los que se sostiene de manera tambaleante la Argentina. Esta institucionalidad diluida no es una abstracción ni tiene efecto neutro en la vida de la sociedad. Encadena una serie de consecuencias que derivan en la pobreza de cada vez más personas, la afectación de libertades individuales y económicas, la inestabilidad del derecho de propiedad, la desconfianza para invertir, la dificultad para generar trabajo digno y eficiente. Males que se traducen en falta de cloacas, de red eléctrica, de comunicaciones, de trabajo, de higiene, de salud, de educación. Un embudo en espiral hacia el umbral de la disolución si no reaccionamos a tiempo.
De no comprenderse la gravedad de la situación y continuar con perspectivas sesgadas y benevolentes declamaciones irreales sobre el porvenir del país y de nosotros como sociedad, aquella escena de la "Lista de Schindler" nos habrá mostrado el futuro. Cuando estemos vencidos, y tarde nos demos cuenta de que se requerirán 200 años de crecimiento a una tasa imposible para revertir la pobreza y sus consecuencias, aquella misma pregunta desgarradora atronará en nuestras conciencias.
Estamos a tiempo, aunque la ficha ya está en el aire.