La UBA (Universidad Boudou Argentina)
El sistema universitario público se ha entregado no ya a una ideología, sino a una facción partidaria; no solo ha sido cooptado, sino que se ha dejado cooptar
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¿Nos puede sorprender que Boudou dé cátedra en la universidad pública? Lo extraño, en todo caso, es que no le hayan otorgado, todavía, un doctorado honoris causa. El lugar que le ha dado la UBA a Boudou es, después de todo, el corolario natural de un sistema universitario que se ha entregado no ya a una ideología, sino a una facción partidaria. No es raro que Boudou se sienta cómodo y reconocido en una universidad que no solo ha sido cooptada, sino que se ha dejado cooptar. El problema, entonces, es más complejo y más antiguo: la universidad pública argentina (al menos en su sistema de conducción y sus corrientes dominantes) se ha rendido al sectarismo. A Boudou apenas le debemos la virtud de exponerlo con crudeza y, a la vez, con esa rusticidad que se ha enquistado en los claustros, donde ya ni siquiera se cuidan las formas ni se aspira a las sutilezas.
Ahora “dicta cátedra” Boudou, pero antes ya lo hacía Fernando Esteche en la Facultad de Periodismo de La Plata, cuyo edificio se llama “Néstor Kirchner”. En la misma universidad recibió un doctorado honoris causa Hebe de Bonafini y le fue cedido el rectorado a Carlos Zannini para el cierre de su campaña en 2015. Todos sus decanos (con una sola excepción) firmaron, además, una adhesión a Scioli ante el ballottage con Macri. Son apenas algunos hechos conocidos, pero reflejan algo menos visible, que transcurre dentro de las aulas, y que reconocen, con miedo, muchos estudiantes y algunos docentes: en las universidades se practica un adoctrinamiento desembozado, que tiene incluso la característica de haber perdido todo vuelo intelectual para convertirse en un burdo panfleto. Ya no se trata de orientaciones bibliográficas o de cierta preferencia por determinadas corrientes: se han instalado en las aulas pequeñas usinas de micromilitancia, más parecidas a un ejercicio de propaganda como el de 6-7-8 que a una cátedra universitaria.
El rector de la UBA ha justificado la convocatoria a Boudou en el principio de la libertad de expresión. El problema es que no aplicó ese principio cuando la misma universidad, hace pocos meses, le prohibió la palabra al exjuez del Lava Jato. El derecho a la libertad de expresión tampoco alcanzaría a estudiantes o docentes que intenten debatir con Boudou o formularle preguntas incómodas. Al exvicepresidente se le garantiza un auditorio cerrado y confortable. Más que la defensa de la libertad de expresión, se nota la vocación de reivindicar a Boudou. Solo falta el homenaje.
El problema no está en las voces que escucha la universidad, sino en las que se niega a escuchar. ¿Se anima alguna cátedra a invitar a la escritora Pola Oloixarac? ¿Alguna facultad ha convocado a Marcos Galperín para escuchar la experiencia de Mercado Libre? ¿Podría hablar Alfredo Casero en algún aula de Bellas Artes? Valgan algunos nombres propios como introducción a una pregunta de fondo: ¿la libertad de expresión rige para todos o se aplica solo a algunos? Para “los nuestros”, libertad de expresión; para los otros, la mordaza, la indiferencia o el escrache.
El sistema universitario argentino conserva, por supuesto, nichos de excelencia, de profesionalismo e independencia. Pero sus resortes de gobierno han sido colonizados, en general, por una burocracia militante o acomodaticia, que además maneja el látigo y la chequera para acallar disidencias internas. No pasa solo en la UBA. Otras universidades nacionales, como la de La Plata, también han renunciado al pluralismo, a la diversidad y a una verdadera democracia para convertirse en instituciones amordazadas, en las que cualquier postura que navegue contra la corriente es “cancelada” y condenada a una suerte de destierro o exilio simbólico.
La universidad invierte tantas energías en la vigilancia interna, la penalización de las disidencias, la práctica militante y el oscuro manejo de sus cuantiosas cajas presupuestarias que prácticamente se ha olvidado de la pasión por enseñar, la búsqueda de innovación, la creatividad, la riqueza y la heterogeneidad del debate. Se ha desconectado, incluso, de la propia sociedad. Ni hablar de la excelencia, a la que no solo ha renunciado, sino que ha estigmatizado, a tono con el discurso oficial que descalifica el mérito.
Hoy hay más vanguardia en la industria del software que en las facultades; hay más riqueza y diversidad en las charlas TED que en los auditorios académicos; hay mucho más debate y pluralismo en la prensa independiente que en los ambientes universitarios. Con todos sus vicios, las redes sociales parecen ofrecer más libertad para expresarse que la que garantiza “el sistema” universitario. Las voces más influyentes y originales no provienen de las universidades. Muchos intelectuales independientes se han alejado (o los han alejado) de los claustros, aunque otros resisten con dignidad.
Ya no es solo una universidad rendida ante el sectarismo, sino una universidad que ha rifado su liderazgo moral. Enredada en su propia telaraña de intereses (ideológicos, pero también pecuniarios), ha renunciado a ser una institución rectora de la sociedad, ha dejado de inspirar confianza y ha perdido, penosamente, el respeto, tal vez porque no se respeta a sí misma.
Las facultades hoy están desiertas. Son el único estamento del sistema educativo que no ha encontrado la forma de retomar, al menos en parte, la actividad presencial. Hay estudiantes que han completado el 25 por ciento de una carrera de grado sin pisar jamás un aula, sin conocer personalmente a ningún profesor y sin haber interactuado con sus compañeros. Muchos han hecho sus prácticas docentes en clases ficticias: hacen de cuenta que tienen alumnos, que les enseñan y los corrigen. Hasta imaginan situaciones para llamarles la atención. Se parece más a un juego teatral que a una práctica profesional. En Medicina y Odontología, aprueban sin ver a ningún paciente. Están abiertas todas las librerías del país, pero no las bibliotecas universitarias. Los estudiantes (y los docentes) pueden ir a las cervecerías, al gimnasio, a la playa o al club. Pero no pueden pisar las aulas de la facultad. Pueden ir a comer afuera, pero no funciona el comedor universitario. El escándalo del Nacional de Buenos Aires tiene visibilidad. Pero no es muy distinta la situación en el Nacional de La Plata o en el Liceo Víctor Mercante, donde las clases (a cuentagotas) empezaron un mes después que en el resto de las escuelas.
La universidad, como institución, se borró frente a la pandemia. Salvo honrosas excepciones, no hubo voces institucionales que enriquecieran el análisis sobre los efectos de la cuarentena. Ni siquiera participaron del complejo debate sobre la virtualidad en la educación ni aportaron ideas ni herramientas novedosas para atenuar la brutal desigualdad que provocó el cierre de escuelas. Ni la burocracia estuvo a la altura: miles de profesionales de la salud no pudieron trabajar porque las universidades no les entregaban los diplomas. El aplauso militante y el silencio acrítico parecen dominar hoy el espíritu universitario. ¿Dónde quedó la rebeldía intelectual? La obediencia se ha enquistado en una institución que se autopercibe progresista, pero defiende el statu quo con ímpetu reaccionario.
En este paisaje, solo sorprende que Boudou haya llegado demasiado tarde a una universidad que, de algún modo, ya le pertenecía. Es cierto: quizá no les pedían tanto. Habría que preguntarse cuándo y cómo fue que la universidad pública argentina entregó su dignidad y su autonomía a una facción que vino por todo.